4. El fundamento. Primer
origen de la filosofía: el asombro
Para poder precisar mejor el sentido de
la afirmación según la cual la filosofía se ocupa con la totalidad del ente,
recuérdese el cuarto principio ontológico, el principio de razón, y aplíqueselo
a la totalidad de los entes. De ello resultarán las siguientes preguntas: ¿por
qué hay mundo?, ¿por qué hay entes? Pues "pudo" -quizás- no haber
habido nada; pero como de hecho hay algo, y como el principio de razón dice que
todo tiene su porqué o fundamento, entonces es preciso preguntar: ¿por qué hay
ente, es decir, cuál es el fundamento del ente en totalidad? La totalidad de
los entes, el mundo, parece una totalidad ordenada, estructurada conforme a
leyes; pero, ¿por qué la realidad está ordenada, y lo está tal como lo está y
no según pautas diferentes? ¿Por qué está constituida conforme a leyes, y no de
modo enteramente desordenado, caótico? ¿Es ello casualidad, un capricho, o
responde a algún designio inteligente? La parte de la filosofía que se ocupa de
este problema del fundamento, con todas las inflexiones propias del mismo, se
llama metafísica.
Volvamos a preguntar. Si todo ente debe
tener un fundamento, ¿cuál es el fundamento de los entes en totalidad, vale
decir, qué es lo que hace que los entes sean, en qué consiste el ser de los entes, de cada uno de ellos y
de la totalidad? Los entes son, en efecto; pero, ¿qué quiere decir
"ser"? ¿Qué es eso -el ser- por virtud de lo cual los entes en cada
caso son, y son tal cual son? Todas estas preguntas nacen del asombro del hombre frente a la totalidad
del ente, surgen del asombro ante el hecho de que haya entes cuando bien pudo
no haber habido nada[1].
Por ello se dice, desde Platón11
y Aristóteles[2], que el asombro o sorpresa (θαυµα
[thaüma]) es el origen de la
filosofía, lo que impulsa al hombre a filosofar. En efecto, el que algo
sorprenda hace que uno se pregunte por lo que ocasiona la sorpresa; y la
pregunta lo lleva al hombre a buscar el conocimiento.
Pero cuando se lo refiere a la filosofía,
está claro que no se trata del asombro más o menos inteligente o tonto de la
vida diaria, del asombro ante cosas o circunstancias particulares -como ante un
edificio de enormes dimensiones, o ante la conducta de cierta persona
extravagante; sino que el asombro
filosófico es el asombro ante la totalidad del ente, ante el mundo. Y este
asombro -que en su plenitud y pureza aconteció según parece por primera vez
entre los griegos, allá hacia comienzos del siglo VI antes de J.C.- ocurre
cuando el hombre, libre de las exigencias vitales más urgentes -comida,
habitación, organización social, etc.-, y también libre de las supersticiones
que estrechan su consideración de las cosas, se pone en condiciones de elevar
la mirada, mucho más allá de sus necesidades y contorno más inmediatos, para
contemplar la totalidad y formularse estas preguntas: ¿qué es esto, el mundo?,
¿de dónde procede, qué fundamento tiene, cuál es el sentido de todo esto que
nos rodea? -Pues bien, en el momento en que el hombre fue capaz de formularse
estas preguntas de manera conceptual, con independencia de toda concepción
mítica, religiosa o tradicional-, en ese momento había nacido la filosofía.[3]
Desde otro punto de vista, no conceptual,
también responde a estas preguntas (al menos en cierto sentido) otra
manifestación de la vida humana, distinta de la filosofía: la religión. En
efecto -y para tomar un ejemplo concreto y referido al mundo griego-, en la Teogonia ("generación de los
dioses"), el poeta Hesíodo (alrededor
del 700 a.C.) invoca a las musas y escribe:
Decid cómo, con los dioses, nació
todo desde un principio: la tierra, los ríos, el mar infinito de impetuoso
oleaje, los brillantes astros y el ancho cielo en lo alto. Y los que de ellos
nacieron, los dioses dispensadores de bienes. Decid cómo dividieron las
riquezas y cómo distribuyeron los honores; y cómo, desde el primer día,
habitaron el escarpado Olimpo.
Decidme todo esto, musas que
habitáis las olímpicas moradas, comenzando desde el principio; y decidme lo que
fue primero de todo.
Primero nació Caos (abismo); luego
Tierra de ancho seno, sede inamovible y perenne de todos; y Eros [amor], el más
bello entre los dioses inmortales, que afloja los miembros y subyuga el corazón
en el pecho y la prudente voluntad de todos los dioses y de todos los hombres.
De Caos nacieron Erebo [tinieblas]
y la negra Noche; y de Noche, a su vez, nacieron Éter y Hemera (el día).
Tierra, en primer lugar, originó un
ser igual a ella misma, para que la cubriera enteramente: Urano (cielo]
estrellado, el que habría de ser para
los dioses sede inamovible y perenne. Luego produjo las altas Montañas,
plácidas moradas de dioses,
de las Ninfas, [...]
Lejos del amor deseable, también
generó a Ponto, el infecundo piélago de oleaje enardecido. Pero de inmediato,
poseída por Urano, dio a luz a Océano, de profundos
remolinos,... [4]
Toda religión y toda mitología, pues, dan
una respuesta a aquellas preguntas. La diferencia está en que la filosofía da
una respuesta puramente conceptual. Ello parece haber sido la obra de Tales de Mileto (hacia el 585 a.C.) y
por lo cual pasa por ser el primer filósofo. En efecto, él no se refiere a nada
sobrenatural, no habla de dioses que hayan hecho este mundo ni de las
relaciones, amistades y luchas entre los mismos. Simplemente, Taks se pregunta qué son las cosas. Y contesta con una
respuesta que puede parecer extraña: el
agua; todo procede del agua, el principio o fundamento (αρχη
[arjé]) (cf. Cap. II,§ 3) de todas las cosas es el agua.
No se conoce cuál fue la argumentación,
las razones por las cuales sostuvo Tales esta tesis. Conjetura Aristóteles[5]
que el curso de su razonamiento pudo haber sido el siguiente: los fenómenos
fundamentales de la vida -la digestión y la reproducción- se realizan en un
medio húmedo; por tanto, según una inferencia analógica, Tales habría sacado la
conclusión de que es de la humedad, es decir, del agua, de donde se han
generado todas las cosas.
La respuesta de Tales, así como la
hipotética argumentación, pueden resultar demasiado simples, o aun ingenuas.
Pero Bertrand Russell (1872-1970) observaba que la respuesta, a pesar de que
pueda parecer elemental y mal fundada, en el fondo no se aleja mucho de las
teorías más modernas acerca de la constitución de la materia, según las cuales
el átomo más simple, y en ese sentido base de todos los demás, es el átomo de
hidrógeno (un solo protón y un solo electrón), el cual constituye las dos
terceras partes del agua; Tales se habría equivocado, según esto, por un error
de sólo un tercio. Tal interpretación, sin duda, es un flagrante anacronismo,
porque le atribuye a Tales teorías propias de nuestra época y que él desconoció
por completo. Pero lo que nos interesa es ver que, en todo caso, su pensamiento
no tenía nada de absurdo, aun a la luz de la ciencia actual.
Y sobre todo importa darse cuenta de que
la afirmación de Tales carece de elementos míticos o fantásticos, porque no
habla del agua como algo sobrenatural, como cuando Hesíodo se refería al
Océano, que para él era una divinidad, sino que encara su asunto de manera
puramente pensante, de modo puramente
conceptual. Con Tales nace el pensamiento racional, y pasa por ser el
primer filósofo precisamente porque intenta explicar la realidad en términos
exclusivamente conceptuales. Junto con ello Tales descubre, a su manera, la
idea fundamental de la unidad de la realidad,
porque todo, a pesar de su
multiplicidad, se reduce a una sola cosa, a un solo principio: el agua.
Sin embargo, es preciso formular de
inmediato una advertencia, si no se quiere desconocer el sentido del
pensamiento de Tales. Por el hecho de que el principio o fundamento de todas
las cosas sea el agua -es decir, uno de los que llamamos elementos
"materiales"-, no hay que creer que Tales fuese lo que se llamaría un
materialista, por lo menos en el sentido con que se usa hoy en día este término.
Porque esa substancia primordial -el agua- era para él algo fundamentalmente
animado y animante, vale decir, algo dotado de vida y a la vez capaz de
otorgarla. (Por ello suele decirse que Tales, y otros filósofos que
inmediatamente le siguen -Anaximandro, Anaxímenes-, son
"hilozoístas", porque conciben la materia -en
griego υλη (hyle)- como algo viviente).
5. Filosofía e historia
de la filosofía
Ahora bien, ocurre que para esta pregunta
acerca del fundamento no hay una sola
respuesta, sino muchas; tantas como
filósofos. Porque si Tales dijo que el principio de todas las cosas está en el
agua, Anaximandro afirmará que se lo
encuentra en lo indefinido o indeterminado, Anaxímenes en el aire y Pitágoras
en los números; los materialistas sostienen que el fundamento de todas las
cosas es la materia, y según otros filósofos ese fundamento lo constituye Dios,
sea que a ese Dios se lo entienda como trascendente al mundo, o bien como
inmanente a las cosas, como constituyendo su sentido o su organización interior;
y habrá quienes digan, como Platón, que el verdadero fundamento de las cosas
son las "ideas", y también habrá quien diga que ese fundamento se
halla en el Espíritu, tal como sostendrá Hegel.
Más respuestas al problema del fundamento
del ente en totalidad se verán a lo largo de estas páginas. Lo que ahora
interesa no es pasar lista de todas las opiniones, ni mucho menos, sino tan
sólo indicar algunas como ayuda para comprender mejor el sentido del problema
que nos ocupa. Pero además en este punto es preciso y oportuno llamar la
atención sobre un hecho -sin duda desconcertante- que es una de las constantes
en el estudio de la filosofía. Y es que, prima
facie, la pregunta por el fundamento de todas las cosas tiene respuestas
diversas, contradictorias entre sí, y -repetimos, prima facie- sin que ninguna parezca
por lo pronto más verdadera que las
otras. Hay quienes dicen que la realidad es en su fondo materia, o que la
realidad es Espíritu, o que la realidad es Dios. Pero -por lo menos en el punto
de nuestro estudio en que nos hallamos- no se ve en primera instancia que
ninguna de estas tesis tenga más privilegio que las otras. (Otra cuestión es la
de las preferencias de cada uno; pero de lo que aquí se trata no es de
"preferencias", sino de lo que las cosas mismas son -cuestión que
apenas acabamos de abordar).
También por este lado hay una profunda
diferencia entre la filosofía y las ciencias (cf.§ 3). Porque la historia de la
ciencia es una historia progresiva, donde cada etapa elimina o supera las
anteriores; por eso, para saber ciencia a nadie se le ocurre estudiar historia
de la ciencia. Si se quiere aprender matemáticas, no se pone uno a estudiar un
texto de historia de las matemáticas, sino que se recurre al tratado más nuevo
y más completo de la materia, se lo estudia, y entonces, habiéndolo asimilado,
puede decirse que se sabe matemáticas. La historia de las matemáticas es
propiamente historia, y no matemáticas (aunque, como es obvio, para estudiarla
se necesiten conocimientos matemáticos). Y a ello va unida la circunstancia de
que en cada momento del desarrollo de la ciencia, los científicos están de
acuerdo unos con otros, por lo menos en lo esencial y respecto de la mayor
parte de su material de estudio; y si hay sectores en los que surgen discrepancias,
se tratará justo de aquellas zonas donde el conocimiento científico no ha
sobrepasado aún suficientemente: el ámbito de las hipótesis o las teorías.
Pero al revés de lo que ocurre con la de
la ciencia, la historia de la filosofía -por lo menos en primera instancia- no
parece tener carácter progresivo, si con ello se entiende que Platón, por
ejemplo, ha sido superado por Descartes, v.gr., o por tal o cual pensador
actual, y que por ello el estudiarlo sería tan inútil y anacrónico como
aprender física, digamos, con las obras de Arquímedes en lugar de hacerlo con
un tratado actual de la materia.[6]
Y es que más bien en cada gran filósofo pareciera latir un valor permanente, de
manera parecida a lo que ocurre con el arte o la literatura, cuyas grandes
obras encierran sugerencias, inspiraciones y enseñanzas siempre nuevas. Por eso
estudiar filosofía es en buena parte -tal como aquí se lo hace- estudiar
historia de la filosofía, y por eso la historia de la filosofía no es historia,
sino filosofía.
Aristóteles, o Plotino, o Descartes, o
Kant, son tan "actuales" como los filósofos vivientes. Platón es tan
actual como Heidegger, y es por ello por lo que en cada momento de la historia
de la filosofía no hay acuerdo (al revés de lo que pasa en la ciencia). Éste es
el fenómeno de lo que se llama la "anarquía de los sistemas
filosóficos". Simplemente, aquí se lo señala; si ello es un defecto de la
filosofía, o si, por el contrario, allí reside su virtud suprema, se tendrá
ocasión de examinarlo más adelante.[7]
De todos modos, ahora debe quedar claro lo siguiente: que en el lugar en que
nos encontramos colocados, frente a esta galería de filósofos que se extiende
desde Tales de Mileto hasta nuestros días, esta galería, considerada
independientemente de nuestras simpatías, considerada objetivamente, se nos
ofrece de tal manera que -repetimos- no se ve ningún sistema filosófico que
goce de mayor privilegio que los demás.
6. Segundo origen de la
filosofía: la duda
¿Será entonces, quizá, que no es posible
conocer el fundamento del ente, puesto que la filosofía se mueve en tal
anarquía? ¿O será que hasta ahora no se ha acertado con la manera adecuada de
conocerlo? El conocimiento humano está constantemente asechado por el error, y
esto no sólo ocurre en la filosofía, sino también en la ciencia y en la vida
diaria. Entonces aquellas preguntas y este estado de cosas nos llevan a señalar
un segundo origen de la filosofía y a plantearnos el problema del conocimiento.
El primer origen de la filosofía se lo
encontró en el asombro. Pero la satisfacción del asombro, lograda mediante el
conocimiento filosófico, pronto comienza a vacilar y se transforma en duda en
cuanto se observa la multiplicidad de los sistemas filosóficos y su desacuerdo
recíproco, y, en general, la falibilidad de todo conocimiento. Esta situación
lleva al filósofo a someter a crítica nuestro conocimiento y nuestras
facultades de conocer, y es entonces la duda,
la desconfianza radical ante todo saber, lo que se convierte en origen de la filosofía.
Reflexiónese ante todo en los llamados
errores de los sentidos. Por ejemplo -y estos ejemplos son muy viejos,
repetidamente aducidos a lo largo de la historia de la filosofía, pero justo
por ello conviene recordarlos-, una torre vista a la distancia parece circular,
mas observada de cerca resulta ser de base cuadrangular; un remo parcialmente
introducido en el agua parece quebrado, pero si se lo saca del agua se
"endereza", y si se lo vuelve a sumergir, parece volver a quebrarse;
y si mientras se lo ve quebrado se lo toca con la mano, se tendrá a la vez dos
testimonios diferentes: el ojo dice que el remo está quebrado, el tacto que no.
Estos problemas los resuelve la óptica de manera relativamente sencilla; pero
no es ahora la solución de los mismos lo que interesa, sino tomar clara
conciencia de que los sentidos con frecuencia nos engañan, que nuestras
percepciones suelen ser engañosas. Pero entonces, ¿qué seguridad tenemos de que
no nos engañen siempre?
Y con nuestra otra facultad de conocer,
con el pensamiento, con la razón, ¿qué ocurre? ¿Puede tenerse la absoluta
seguridad de que la razón no nos engaña? Parece que no, porque a veces nos
equivocamos aun en los razonamientos más sencillos, por ejemplo haciendo una
simple suma; por tanto, no es la razón un instrumento tan seguro como para
confiar ciegamente en ella. O bien considérese el siguiente problema: una casa
la hacen 50 obreros en 20 días, 100 obreros en 10 días, 200 obreros en 5. 400
en 2 días y medio..., y si se continúa así, resultará que con un número x de obreros la casa se hará en un
segundo. El cálculo está bien hecho, y desde este punto de vista la
argumentación es perfectamente racional; pero es obvio que no es posible
fabricar una casa en tiempo tan breve. En su construcción intervienen factores
que invalidan el cálculo; es preciso, por ejemplo, manipular los materiales,
que el cemento o la argamasa se consoliden, etc. -además de que, y sobre todo,
habría tanta gente en un mismo lugar que nadie podría trabajar (ya dice el
refrán que "muchas manos en un plato hacen mucho garabato"). De
manera que la razón, que ha realizado un cálculo matemáticamente irreprochable,
no basta en este caso para determinar la manera de construir rápidamente la
casa del ejemplo; parece como si hubiera una cierta falta de coherencia entre
la razón y la realidad, un cierto coeficiente de irracionalidad en las cosas. Y
dejando de lado este ejemplo, que por supuesto es deliberadamente exagerado,
piénsese en tantos sistemas políticos que el hombre ha ideado, sistemas, muchos
de ellos, enteramente racionales, perfectamente bien pensados, pero que,
llevados a la práctica, si no han sido un desastre, por lo menos han quedado
muy lejos de las pretensiones de quienes los idearon y creyeron en sus
bondades, confiados en que con ellos se iban a eliminar las mil y una
injusticias que afligen a las sociedades humanas.
En primera instancia todos creemos
ingenuamente en la posibilidad de conocer, el conocimiento se nos ofrece con
una evidencia original; pero esta evidencia desaparece pronto y la reemplaza la
duda ni bien se toma conciencia de la inseguridad e incerteza de todo saber.
Nace la duda cuando nos damos cuenta de este estado de cosas, de la falibilidad
de las percepciones y de los razonamientos.
Ahora bien, la duda filosófica puede
asumir dos formas diferentes: la duda por la duda misma, la duda sistemática o
pirroniana, y la duda metódica o cartesiana.
a)
Al escepticismo absoluto o sistemático se lo
llama también pirroniano porque fue Pirrón
de Elis (entre 360 y 270 a.C, aproximadamente) el que lo formuló. Si puede
decirse que lo haya formulado, porque Pirrón era un escéptico absoluto, es
decir, negaba la posibilidad de cualquier conocimiento, fuera de lo que fuese;
y por lo mismo negaba que pudiera siquiera afirmarse esto, que "el conocimiento
es imposible", puesto que ello implicaría ya cierto conocimiento -el de
que no se sabe nada. Pirrón, por tanto, consecuente con su pensamiento,
prefería no hablar, y en última instancia, como recurso final, trataba de
limitarse a señalar con el dedo.
Todo esto puede parecer extravagante, y
en cierto sentido lo es; pero conviene observar dos cosas. En primer lugar, que
Pirrón era hombre íntegro, en el sentido de que tomaba con toda seriedad lo que
enseñaba, al revés de tantos personajes cuya conducta nada tiene que ver con
sus palabras. A Pirrón hubieron de practicarle dos o tres operaciones
quirúrgicas, en una época en que no existían los anestésicos; pues bien, Pirrón
soportó las intervenciones sin exhalar un solo grito ni emitir una sola queja,
ya que gritar hubiese sido lo mismo que decir "me duele", hubiese
sido afirmar algo, cosa que su escepticismo le prohibía. En segundo lugar, no
hay dudas de que debió haber sido un hombre muy extraordinario; sus
conciudadanos lo admiraron tanto que promulgaron una ley estableciendo, en
honor a Pirrón, que los filósofos quedaban exceptuados de pagar impuestos...
b)
Pero interesa más (y luego se lo verá con mayor
detalle, cf. Cap. VIII, §§ 4-6) la duda
metódica, la duda de Descartes. Esta duda no se la practica por la duda
misma, sino como medio para buscar un
conocimiento que sea absolutamente cierto, como instrumento o camino (método)
para llegar a la certeza. En síntesis, dice Descartes lo siguiente: si me pongo
a dudar de todo, e incluso exagero mi duda llevándola hasta su colmo más
absurdo, hasta dudar, por ejemplo, de si ahora estoy despierto o dormido, hasta
dudar de que 2 + 2 sea igual a 4 (porque quizás estoy loco, o porque mi razón
está deformada o es incapaz de conocer, y me parece que 2 + 2 es igual a 4
cuando en realidad es igual a 5); si dudo de todo, pues, y llevo la duda hasta
el extremo máximo de exageración a que pueda llevarla, sin embargo tropezaré
por último con algo de lo que ya no podré dudar, por más esfuerzos que hiciere,
y que es la afirmación "pienso, luego existo". Esta afirmación
representa un conocimiento, no meramente verdadero, sino absolutamente cierto, porque ni aun la duda más disparatada,
sostiene Descartes, puede hacernos dudar de él.
Se dijo que es el asombro lo que lleva al
hombre a formular preguntas, y primordialmente la pregunta por el fundamento.
Por su parte, la pregunta conduce al conocimiento; pero a su vez, cuando se
tiene cierta experiencia con el conocimiento, se descubre la existencia del
error, y el error nos hace dudar. Se plantea entonces el problema acerca de qué
es el conocimiento, cuál es su alcance o valor, cuáles son las fuentes del
conocimiento y a cuál de las dos -los sentidos o la razón- debe dársele la
primacía. De todas estas cuestiones se ocupa la parte de la filosofía que se
conoce con el nombre de teoría del
conocimiento o gnoseología.[8] (Aquí también hay una diferencia entre
la ciencia y la filosofía, porque la ciencia no se plantea el problema del
conocimiento; la ciencia, por el contrario, parte del supuesto de que,
simplemente, el conocimiento es posible, supuesto sin el cual ella misma no
sería posible. Cf. Cap. III, § 3).
7. Tercer origen de la
filosofía: las situaciones límites
El filósofo pregunta a causa del asombro
que en él despierta el espectáculo del mundo. Ahora bien, en el asombro el
hombre se encuentra en una actitud directa, simplemente referido al mundo,
objeto de su mirada. Pero cuando aparece la duda, ocurre que esa mirada se repliega
sobre sí, porque aquello sobre lo que la dirige no es ya el mundo, las cosas,
sino él mismo, o, con mayor exactitud, su propia actividad de conocer; su
mirada entonces está dirigida a esa mirada misma. Puede decirse que con la duda
se inaugura la reflexión del hombre sobre sí mismo -reflexión sobre sí que
llega a su forma más honda y trágica cuando el hombre toma conciencia de las situaciones límites.
Esta expresión de "situaciones
límites" la introdujo un filósofo contemporáneo, KarI Jaspers (1883-1969). El hombre se encuentra siempre en
situaciones; por ejemplo, la del conductor de un taxi, guiando su vehículo, o
la del pasajero, transportado en él. En casos como éstos, se trata de
situaciones que cambian o pueden cambiar; el conductor puede empeñarse en
cambiar de oficio, e instalar un
negocio, v. gr. Pero además de las situaciones de este tipo, de por sí
cambiantes, hay otras "que, en su esencia, permanecen, aun cuando sus
manifestaciones momentáneas varíen y aun cuando su poder dominante y embargador
se nos disfrace", dice Jaspers; y agrega: "debo morir, debo sufrir,
debo luchar, estoy sometido al azar, inevitablemente me enredo en la
culpa".[9]
A estas situaciones fundamentales e insuprimibles de nuestra existencia es a
las que Jaspers llama "situaciones límites".
Se trata entonces de situaciones
insuperables, situaciones más allá '!e las cuales no se puede ir, situaciones
que el hombre no puede cambiar porque son constitutivas de su existencia, es
decir, son las propias de nuestro ser-hombres. Porque el hombre no puede dejar
de morir, ni puede escapar al sufrimiento, ni puede evitar hacerse siempre
culpable de una manera u otra. En cuanto que tales situaciones limitan al hombre, le fijan ciertas
fronteras más allá de las cuales no puede ir, puede decirse también que
manifiestan la radical finitud del
hombre -una de cuyas expresiones .so encuentra en las famosas palabras de
Sócrates, "sólo sé que no sé nada", en las que se revela la
primordial menesterosidad del hombre en general, y de todo conocimiento humano
en particular (cf. Cap. IV, § 3). Y bien, en la conciencia de las situaciones
límites, o de la finitud del hombre, se encuentra el tercer origen de la filosofía.
Epicteto
(50-138 d.C, aproximadamente) fue un filósofo de la escuela estoica. Era
esclavo, y se cuenta que una vez su amo se complacía en torturarlo
retorciéndole una pierna; Epicteto, con toda tranquilidad, le dijo: "ten
cuidado, porque la vas a romper"; y cuando, efectivamente, se la hubo
quebrado, agregó con la misma serenidad: "¿Has visto? Te lo había
advertido". La anécdota revela, en toda su simplicidad y grandeza a la
vez, cuál era el ideal de vida que los estoicos perseguían: lograr la más
completa impasibilidad frente a todo cuanto pueda perturbarnos.
Pues bien, Epicteto sostuvo que el origen
del filosofar reside "en la conciencia de la propia debilidad e
impotencia"20 del
hombre (lo que hemos llamado su finitud). Enseñaba que hay dos órdenes de cosas
y de situaciones: las que dependen de
nosotros, y las que no dependen de
nosotros[10]
No depende de mí mi muerte, ni la fama, ni ¡as riquezas, ni la enfermedad;
porque todas éstas son cosas sobre las que no tengo poder ninguno, sino que
están determinadas por el destino. Por tanto, tratándose de cosas que no
dependen de mí, sobre las cuales no tengo influencia ninguna, es insensato que
me preocupe o impaciente. Si muere un amigo, o cualquier persona a quien amo,
no tiene sentido que me desespere, porque esa muerte no depende de mí, no es
nada que yo haya podido modificar o impedir; y si me preocupase y desasosegase
por esa muerte, no haría sino sumar a una desdicha -la de esa muerte- otra más;
la de mi dolor, la de mi sentimiento de impotencia. Todas estas cosas se encuentran
determinadas por el destino, y lo único que debe hacer el sabio es conformarse
con él, o, mejor aun, alegrarse del destino, puesto que es resultado de las
sabias disposiciones de la divinidad. Por ende, lo que corresponde es que el
hombre en cada caso trate de cumplir lo mejor que pueda el papel que le ha sido
destinado desempeñar, sea como esclavo, sea como emperador -porque no deja de
ser curioso que dos de los principales filósofos de esta escuela estoica hayan
sido, uno, Epicteto, esclavo, y otro, Marco
Aurelio Antonino (121-180 d.C.), emperador romano. En resumen, lo único que
depende de mí son mis pensamientos, mis opiniones, mis deseos, o, en una
palabra, todo acto del espíritu; estoes lo único que puedo modificar, y el
hombre logrará la felicidad en la medida en que se aplique solamente a este
propósito.[11]
Según se desprende de lo que acaba de
decirse, el interés fundamental de la reflexión de Epicteto se centra en la
conducta del hombre: problema del que, se ocupa la ética o moral. Puede concluirse, por tanto, a modo de resumen, que
la filosofía brota de tres principales estados de ánimo -asombro, duda, y
angustia o preocupación por la finitud y por lo que se debe hacer o no hacer-,
a cada uno de los cuales corresponde, en líneas generales, una disciplina
filosófica: metafísica, gnoseología y ética, respectivamente.
BIBLIOGRAFÍA
A. MÜLLER, Introducción
a la filosofía (tr. esp. Buenos Aires Espasa - Calpe 1940). Cap.I
K. JASPERS, La filosofía (México, Fondo de Cultura Económica, 1953), Cap II Es
trad. de la obra citada en la nota 14,
R. MOND0LFO, El
pensamiento antiguo (Buenos Aires, Losada. 1942), Introducción 2 v 3
Libro I. Cap. II, i
G. S. KIRK - J.E. RAVEN, Los filósofos presocráticos (trad. esp..
Madrid, Credos 1970) Caps. I y II.
W. WINDELBAND. Historia de la filosofía antigua (trad. esp. Buenos Aires Nova 1955
§§ 13 y 14.
Los
filósofos presocráticos. I, introd, trad. y notas por C. EGGERS LAN y V. E.
JULIA (Madrid, Gredos, 1978).
[1] Uno de los libros más
resonantes (con lo cual no se afirma nada acerca de sus méritos intrínsecos) de
hace unas cinco décadas se titula, justamente. El ser y la nada (1943): su autor, JEAN PAUL SARTRE. 11 Teétetos 155 d
[2]
Metafísica A 2 982 b 12s.
[3] Cf. ARISTÓTELEs, Metafísica, I, 1 981 b 21-25
[4] Teogonia, versos 108-113, trad. R.V. Caputo (Buenos Aires, Centro
Editor de América Latina, 1968, p. 33). Cf. Génesis, Cap. I.
[5]
Metafísica I 3 983 b 21 ss.
[6] No faltan, sin embargo,
quienes afirmen tales "superaciones": porque también este es un
problema filosófico.
[7] Sobre el tema de la
"anarquía" y la verdad en la filosofía, puede verse A.P.CARPIO, El sentido de la historia de la filosofía, Buenos
Aires. Eudeba, 1977
[8] Cf. nota 4. A la
gnoseología también se la llama a veces "epistemología"; es
preferible, sin embargo, reservar esta denominación para la teoría del
conocimiento (no en general, sino sólo) científico, para la filosofía de la
ciencia.
[9] Einführung in die Philosophie [Introducción a la filosofía], München,
Piper, 1958, p. 20. 20 Diatribas
[Disertaciones] II, 11, I.
[10]
Cf. op. cit. II. 22. 2.
[11]
No está fuera de lugar recordar que el general San Martín leía frecuentemente a
Epicteto, y que en sus campañas lo acompañaba su biblioteca, relativamente
nutrida y en la cual figuraba el Manual de
aquel filósofo. En la medida de lo posible, trataba de adaptar su conducta a
las normas que ese libro prescribe, (cf. B. Mitre. Historia de San Martín y de la emancipación sudamericana (Buenos
Aires, Biblioteca de la "La Nación". 1907. tomo I. cp.ll. iii, p.
101). V. gr., en relación "con los tiros de la maledicencia",
escribía en carta a Godoy Cruz que, para hacerse insensible a ella, "me he
aforrado con la sabia máxima de Epicteto: 'Si se dice mal de ti. y es verdad,
corrígele; si es mentira, ríete' " (cit. por Mitre, tomo II, Cap. XI, iv,
p. 104).
No hay comentarios:
Publicar un comentario