Capítulo X
EL IDEALISMO
TRASCENDENTAL. KANT
1. Personalidad de
Kant.
SECCIÓN II. LA FILOSOFÍA PRÁCTICA
1. La
conciencia moral.
2. La
buena voluntad.
3. El
deber.
4. El
imperativo categórico.
5. La
libertad.
6. El
primado de la razón práctica. Los postulados: libertad, inmortalidad y
existencia de Dios.
7. Conocimiento
y moral.
CAPÍTULO X
EL IDEALISMO TRASCENDENTAL. KANT
1. Personalidad de Kant
Immanuel Kant es, fuera de duda, uno de los filósofos más
importantes de todos los tiempos, y este juicio vale sin que implique estar de
acuerdo con lo que él sostuvo. Esa importancia radica en la extraordinaria
profundidad de sus ideas y en la magnitud del cambio que introdujo en el
pensamiento filosófico y en el pensamiento humano en general.
En efecto, la revolución que
introduce Kant sólo puede compararse con la que inició Sócrates en el mundo
griego (cf. Cap. IV, § 3). Y así como la filosofía griega, desde Tales hasta
Aristóteles, y aun con los post aristotélicos, ofrece una riqueza de
concepciones y de pensamiento que convierten este período en uno de los más
extraordinarios que la humanidad haya vivido, de modo semejante ocurre con el
movimiento filosófico que se genera a partir de Kant. Porque en el limitado
espacio de cuarenta años -entre la Crítica
de la razón pura, que se publica en 1781, y la última obra importante de
Hegel, la Filosofía del derecho, que
aparece en 1821- se suceden grandes filósofos, es el movimiento que se conoce
con el nombre de "idealismo alemán", que por la hondura, la vastedad
y la influencia de sus ideas, sólo puede compararse con la filosofía griega
-con la diferencia de que ésta se desarrolla a lo largo de varios siglos, y en
cambio en el caso del idealismo alemán se trata tan sólo de cuarenta años,
lapso en el cual la cultura alemana asciende al primer nivel de la especulación
filosófica. [1]
Kant nació en 1724 y murió en
1804. Tuvo, pues, una vida relativamente larga. A pesar de ello, la obra que
asentó su duradera fama, la Crítica de la
razón pura, apareció cuando Kant ya se acercaba a los sesenta años. Cosa
extraña, porque la maduración del genio filosófico suele ser bastante más
temprana (los grandes filósofos por lo común han escrito su obra más importante
alrededor de los cuarenta años). Kant tardó mucho más, y ello no es casualidad,
sino que probablemente está en relación directa con la extraordinaria
dificultad del asunto que allí se trata. Si Kant tardó sesenta años en llegar a
la sazón de su pensamiento, ello se debe a que su sistema no era de aquellos
que pueden aparecer de golpe, por repentina inspiración feliz, sino el
resultado de una larguísima maduración, que no era sólo la del individuo Kant,
sino al mismo tiempo la maduración de todo el pasado filosófico europeo.
Si se recorre la serie de las
obras de Kant -quien comenzó a publicar cuando tenía poco más de veinte años-,[2]
puede verse cómo transita sucesivamente y de manera abreviada las diversas
etapas que el pensamiento europeo moderno, a través de generaciones, había ido
atravesando. Aunque sin duda simplificando muchísimo, puede decirse que en sus
primeros escritos sigue una orientación racionalista, y que luego parecería
sufrir una crisis intelectual de aproximación al empirismo. Pero una vez
recorridos estos momentos, Kant, habiendo penetrado hasta las raíces del
racionalismo y del empirismo, elabora una teoría novedosa, que va unida a su
nombre: la filosofía crítica o filosofía trascendental. No es entonces que Kant
haya vivido desde fuera los sucesivos momentos de la filosofía precedente, sino
que, al mismo tiempo que los estudiaba, constituyeron estadios de su propio
itinerario intelectual y vital, hasta que, habiendo ahondado en sus fallas,
carencias y limitaciones, llegó a una concepción enteramente original.
Kant nació, creció, maduró,
envejeció y murió sin salir casi de su ciudad natal, Konigsberg, en la Prusia
oriental. La ciudad, la segunda del Reino de Prusia, contaba entonces con unos
50.000 habitantes, cantidad considerable para la época. Kant no se movió nunca
de las cercanías de esa ciudad, situada -es importante notarlo- en aquel
momento exactamente en el borde del mundo civilizado, en la frontera de la
Europa ilustrada, zona bastante a trasmano desde el punto de vista cultural. Se
llama la atención sobre estas circunstancias para que se piense cómo un
individuo como Kant, situado en aquella especie de extremo del mundo, pudo sin
embargo introducir en Europa la revolución más grande que conozca el
pensamiento moderno.
Kant era un hombre bajo,
delgado, un tanto jorobado, probablemente por alguna afección pulmonar; hombre
que, a pesar de su débil naturaleza, pudo sin embargo vivir muchos años gracias
a su riguroso régimen de vida, tan metódico que hasta puede parecer pedantesco.
Provenía de familia humilde; su padre era un artesano, de profesión
talabartero. Otro hecho más que muestra cómo el verdadero genio se sobrepone a
las circunstancias: al origen familiar, a las condiciones ambientales.
¿Cómo es que sin conocer
personalmente el resto del mundo y situado en el margen de la Europa de su
tiempo pudo Kant introducir una transformación tan grande? Se trata justamente
de uno de esos hechos que nos hacen hablar, como de un fenómeno inexplicable,
del genio. Fuera como fuese, Kant
estaba perfectamente enterado de todo lo que pasaba en su momento; tan así es
que una de las pocas veces en que se apartó de su régimen de vida tan riguroso,
fue cuando esperaba los periódicos que traían las noticias de la Revolución
Francesa. Kant, desde aquella zona casi perdida, conocía el resto del mundo
quizá mejor que los viajeros más avezados de su tiempo. Y tuvo asimismo la
dicha de ser quizás el último europeo que pudo reunir en su cabeza todo el
saber de su época (cosa que después, por la enorme especialización y ampliación
de los conocimientos, se volvió imposible); no sólo sabía filosofía, sino que
también sabía y enseñaba matemáticas, física, astronomía, mineralogía,
geografía, antropología, pedagogía, teología natural..., y hasta
fortificaciones y pirotecnia.
Kant une a la dificultad del
tema la de que sus obras están escritas en un lenguaje muy técnico, al cual no
puede tenerse acceso inmediato; por el contrario, tendrá que írselo aclarando
en sucesivos pasos. En este sentido es un filósofo difícil; no sólo por sus
ideas, sino por su expresión.
SECCIÓN II. LA FILOSOFÍA
PRÁCTICA
I. La conciencia moral
Según habrá podido apreciarse,
la actitud de Kant frente a la metafísica -v, por tanto, frente a lo absoluto:
frente a los problemas del alma, del mundo y de Dios- es en cierto modo ambigua
o vacilante. Porque, de un lado, afirma que no conocemos lo absoluto, ni
podemos conocerlo, puesto que todo conocimiento humano se ciñe a los límites de
la experiencia, al mundo de los fenómenos. Pero, por otro lado, como el hombre
es un ente dotado de razón, y la razón es la facultad de lo incondicionado, la
metafísica es una disposición natural del hombre (cf. § 20) y por tanto
necesaria para éste. Tal como declara Kant en el Prefacio a la primera edición
de la Crítica,[3] las cuestiones metafísicas la de Dios,
la del mundo, la del alma, la de la libertad- son asuntos que jamás pueden
serle indiferentes al hombre, como se ve por la circunstancia de que cada uno
de nosotros toma siempre una posición al respecto (afirmando o negando la
libertad, o la existencia de Dios, etc.). Este estado de cosas, esta ambigüedad
en que se coloca Kant frente a la metafísica, parece forzarnos a tratar de
resolver lo que no es sino una aparente contradicción.
Kant busca una solución, pero no
en el campo de la razón teorética, no en el campo del conocimiento (porque en
éste tenemos que atenernos a los fenómenos), sino en el campo moral, en el
campo de la razón práctica (como
llama Kant a la razón en tanto determina la acción del hombre).
En efecto, no conocemos lo
absoluto; pero sin embargo tenemos un cierto acceso, una especie de
"contacto", por así decirlo, con lo absoluto o, mejor, con algo
absoluto. Este contacto se da en la conciencia
moral, es decir, la conciencia del bien y del mal, de lo justo y de lo
injusto, de lo que debemos hacer y de lo que no debemos hacer. La conciencia
moral significa, según Kant, algo así como la presencia de lo absoluto o de
algo absoluto en el hombre.
Ahora dejamos enteramente de
lado las diferencias entre lo que cada cual entiende por bien o por mal, o lo
que debe concretamente hacer o no hacer; en este punto no interesan esas
diferencias, no interesa el contenido concreto de la conciencia moral, ni menos
que se la escuche o desoiga, sino que interesa sólo la conciencia moral misma,
simplemente el hecho de que todos hacemos constantemente discriminaciones de orden
ético. Y afirmamos entonces que en la conciencia moral se da un contacto con
algo absoluto porque la conciencia moral es la conciencia del deber, es decir,
la conciencia que manda de modo absoluto,
la conciencia que ordena de modo incondicionado. La conciencia moral no nos
dice, por ejemplo: "hay que hacer tal cosa para congraciarse con
Fulano"; tal mandato no es expresión de la conciencia moral, sino un
criterio de "conveniencia" práctica, una regla de sagacidad o
prudencia (Klugheit) La conciencia moral,
en cambio, es la que dice: "Debo hacer tal o cual cosa, porque es mi deber
hacerlo", y ello aunque me cueste la vida, o la fortuna, o lo que fuere.
Podrá ocurrir que no cumplamos nuestro deber, pero tal circunstancia se la
excluye de nuestra consideración, porque no interesa ahora lo que efectivamente
hacemos, sino que interesa sólo fijarnos en esta exigencia según la cual algo debe ser, aunque de hecho no sea y
aunque quizá nunca sea. Lo que el deber manda, repetimos, lo manda sin
restricción ni condición ninguna; "debo hacer esto", pero no porque
ello me vaya a dar alguna satisfacción, o me granjee amigos o fortuna, sino tan
sólo porque es mi deber.
La conciencia moral es entonces
la conciencia de una exigencia absoluta, exigencia
que no se explica y que no tiene ningún sentido desde el punto de vista de los
fenómenos de la naturaleza. Porque en la naturaleza no hay deber, sino únicamente el suceder
de acuerdo con las causas; no es que una piedra deba o no deba (moralmente) caer; la piedra cae sin más. La naturaleza es el reino del ser, de cosas que simplemente son; mientras que la conciencia moral
es el reino de lo que debe ser. (Por
ello resultará siempre radicalmente insuficiente todo intento por explicar la
conciencia moral mediante la psicología o la sociología y, en general, mediante
cualquier ciencia; puesto que las ciencias se refieren -dicho en términos de
Kant- a la naturaleza, donde las cosas simplemente son, y allí todo, según vimos, ocurre según leyes necesarias, no
según libertad. Por ello será también vano todo ensayo de fundar la moral sobre
base empírica, como, por ejemplo, sobre el concepto de felicidad, tal como hizo
Aristóteles, cf. Cap. VI, § 8). En el dominio de la naturaleza está todo
condicionado según leyes causales. En la conciencia moral, en cambio, aparece
un imperativo que manda de modo incondicionado, un imperativo
"categórico". La conciencia moral dice, por ejemplo: "no
mentirás", sin someter este mandamiento a ninguna condición. No dice que
no deba mentir en tales o cuales circunstancias para lograr así una recompensa,
porque esto no sería exigencia moral, sino expresión de astucia; en efecto, al
decir: "Si quiero ganar dinero, no debo mentir", hay aquí un
imperativo, una orden ("no debo mentir"), pero el imperativo está sujeto
a una condición (la de que quiera ganar dinero); mas si no quiero ganarlo, el
imperativo deja de valer. Este tipo de imperativo lo llama Kant
"hipotético". Pero los imperativos morales son incondicionados, es
decir, categóricos, porque lo que el imperativo manda lo manda sin más, sin
ninguna condición (otra cuestión será, repetimos, que se lo obedezca, o que,
según ocurre frecuentemente, se lo infrinja).
2. La buena voluntad
Kant comienza la Fundamentación de la metafísica de las
costumbres (ésta y la Crítica de la
razón práctica son las dos obras principales dedicadas por Kant al tema
moral) con un famoso pasaje, solemne y a la vez inspirado:
Ni en el mundo, ni, en general,
tampoco fuera del mundo, es posible pensar nada que pueda considerarse como
bueno sin restricción, a no ser tan sólo una voluntad.[4] buena
¿Qué significa esto? El dinero,
por ejemplo, es bueno; puede servir para comprar libros, o para hacer un viaje.
Pero también puede servir para corromper a una persona, para degradarla, para
sobornar a un funcionario venal. Por ende, el dinero es bueno, no de modo
absoluto, sino sólo de modo relativo: dependerá de cómo se lo emplee. De manera
semejante, la inteligencia es también buena, porque sirve para aprender mejor
lo que se estudia, para comprenderlo más a fondo, para desempeñarse mejor en
tal o cual ocupación, etc. Pero si esa inteligencia se la emplea para planear
el robo de un banco, esa inteligencia no es buena. La inteligencia se la puede
usar tanto para el bien cuanto para el mal; por tanto, es buena sólo
relativamente.
La buena voluntad, en cambio, es
absolutamente buena, en ninguna circunstancia puede ser mala. Lo único que en
el mundo, o aun fuera de él, es absolutamente bueno, es la buena voluntad. Aquí
"mundo" quiere decir nuestro mundo empírico; pero Kant afirma que,
aun haciendo abstracción de todas las condiciones empíricas, aun si pensásemos
en otro mundo más allá de éste, aun si pensásemos en un Dios, también de Él
valdría lo que se acaba de sostener: que sólo la buena voluntad es
absolutamente buena. Y poco más adelante escribe Kant:
La buena voluntad no es buena
por lo que efectúe o realice, no es buena por su adecuación para alcanzar algún
fin que nos hayamos propuesto; es buena sólo por el querer, es decir, es buena
en sí misma.[5]
Tres ejemplos ayudarán a
comprender este pasaje. Primer caso: Supóngase que una persona se está ahogando
en el río; trato de salvarla, hago todo lo que me sea posible para salvarla,
pero no lo logro y se ahoga. Segundo: Una persona se está ahogando en el río,
trato de salvarla, y finalmente la salvo. Tercero: Una persona se está
ahogando; yo, por casualidad, pescando con una gran red, sin darme cuenta la
saco con algunos peces, y la salvo.
Lo "efectuado o
realizado", según se expresa Kant, es el salvamento de quien estaba a
punto de ahogarse: en el primer caso, no se lo logra; en los otros dos sí. En
cuanto se pregunta por el valor moral de
estos actos, fácilmente coincidirá todo el mundo en que el tercer acto no lo
tiene, a pesar de que allí se ha realizado el salvamento; y carece de
valor moral porque ello ocurrió sin que yo tuviera la intención o voluntad de
realizarlo, sino que fue obra de la casualidad: el acto, entonces, es
moralmente indiferente, ni bueno ni malo. Los otros dos actos, en cambio, son
actos de la buena voluntad, es decir, moralmente buenos, y -aunque en el primer
caso no se haya logrado realizar lo que se quería, y en el
segundo sí- tienen el mismo valor, porque éste es
independiente de lo realizado: Kant dice que "la buena voluntad no es
buena por lo que efectúe o realice", sino que "es buena en sí
misma"-. Lo que Kant sostiene, pues, no es nada extravagante, a pesar de
que ciertas exposiciones o críticas de su ética la presenten en forma bastante
peregrina. Kant no se propone aquí otra cosa sino aclarar las nociones morales
de que todos participamos de manera implícita: simplemente quiere
explicitarlas, formularlas con rigor, y fundamentarlas. Y la prueba de que no
hace sino aclarar el
"conocimiento moral
vulgar",[6]
se encuentra en que seguramente todo el mundo estará de acuerdo en la valoración
de casos como los propuestos.
3. El deber
Ahora bien, el deber no es nada más que la buena
voluntad, "si bien bajo ciertas restricciones y obstáculos
subjetivos",[7]
colocada bajo ciertos impedimentos que le impiden manifestarse por sí sola.
Porque el hombre no es un ente meramente racional, sino también sensible; en él
conviven dos mundos: el mundo sensible y el mundo inteligible (cf. § 23). Por
ello sus acciones están determinadas, en parte, por la razón; pero, de otra
parte, por lo que Kant llama inclinaciones:
el amor, el odio, la simpatía, el orgullo, la avaricia, el placer, los
gustos, etc. De modo que se da en el hombre una especie de juego y conflicto
entre la racionalidad y las inclinaciones, entre la ley moral y "la
imperfección subjetiva de la voluntad”[8]
humana. La buena voluntad se manifiesta en cierta tensión o lucha contra las
inclinaciones, como exigencia que se opone a éstas. En la medida en que ocurre
tal conflicto, la buena voluntad se llama deber.
En cambio, si hubiese una voluntad puramente racional, sobre la cual no
tuviesen influencia ninguna las inclinaciones, sería, en términos de Kant, una
voluntad santa, es decir, una voluntad perfectamente buena. Y esta voluntad,
por ser perfectamente buena, por estar libre de toda inclinación, realizaría la
ley moral de manera espontánea, digamos, no constreñida por una obligación. Y
por tanto para esa voluntad santa, el "deber" no tendría propiamente
sentido: "el 'debe ser' no tiene
aquí lugar adecuado, porque el querer ya
de suyo coincide necesariamente con la ley."[9]
En el hombre, en cambio, la ley moral se presenta con carácter de exigencia o
mandato.
En función de todo lo anterior,
pueden distinguirse cuatro tipos de actos, según sea el motivo de los mismos:
a) actos contrarios al deber; b)
actos de acuerdo con el deber y por
inclinación mediata; c) actos de acuerdo con
el deber y por inclinación inmediata; y d) actos cumplidos por deber. La clave de todo esto se encuentra en las dos
expresiones: "de acuerdo con el deber" y "por deber". Unos
ejemplos ayudarán a entenderlo.
a)
Acto contrario
al deber. Supóngase, una vez más, que alguien se está ahogando, y que
dispongo de todos los medios para salvarlo; pero se trata de una persona a
quien debo dinero, y entonces dejo que se ahogue. Está claro que se trata de un
acto moralmente malo, contrario al deber,
porque el deber mandaba salvarlo. El motivo que me ha llevado a obrar -a
abstenerme de cualquier acto que pudiera salvar a quien se ahogaba- es evitar
pagar lo que debo: he obrado por
inclinación, y la inclinación es aquí mi deseo de no desprenderme del
dinero, es mi avaricia.
b)
Acto de
acuerdo con el deber, por inclinación mediata. Ahora el que se está ahogando
en el río es una persona que me debe dinero a mí, y sé que si muere nunca podré
recuperar ese dinero; entonces me arrojo al agua y lo salvo. En este caso, mi
acto coincide con lo que manda el
deber, y por eso decimos que se trata de un acto "de acuerdo" con el
deber. Pero se trata de un acto realizado por
inclinación, porque lo que me ha llevado a efectuarlo es mi deseo de
recuperar el dinero que se me debe. Esa inclinación, además, es mediata, porque
no tengo tendencia espontánea a salvar a esa persona, sino que la salvo sólo
porque el acto de salvarla es un "medio" para recuperar el dinero que
me debe. Por tanto no puede decirse que este acto sea moralmente malo, pero
tampoco que sea bueno; propiamente es neutro desde el punto de vista ético, es
decir, ni bueno ni malo.
c)
Acto de
acuerdo con el deber, por inclinación inmediata. Supóngase que ahora quien
se está ahogando y trato de salvar es alguien a quien amo. Se trata,
evidentemente, de un acto que coincide con lo que el deber manda, es un acto
"de acuerdo" con el deber. Pero como lo que me lleva a ejecutarlo es
el amor, el acto está hecho por
inclinación, que aquí es una inclinación inmediata, porque es directamente
esa persona como tal (no como medio) lo que deseo salvar. Según Kant, también
éste es un acto moralmente neutro.
d)
Acto por
deber. Quien ahora se está ahogando es alguien a quien no conozco en
absoluto, ni me debe dinero, ni lo amo, y mi inclinación es la de no molestarme
por un desconocido; o, peor aun, imagínese que se trata de un aborrecido
enemigo y que mi inclinación es la de desear su muerte. Sin embargo el deber me
dice que debo salvarlo, como a cualquier ser humano, y entonces doblego mi
inclinación, y con repugnancia inclusive, pero por deber, me esfuerzo por
salvarlo.
Pues bien, de los cuatro casos
examinados el único en que, según Kant, los encontramos con un acto moralmente
bueno, es este último, puesto que es el único realizado por deber; no por inclinación ninguna, sino sólo por lo que el
deber manda:
Precisamente en ello estriba el
valor del carácter moral, del carácter que, sin comparación, es el supremo: en
hacer el bien, no por inclinación, sino por deber.[10]
En forma de cuadro tendríamos
que los actos pueden ser:
en relación con el deber hechos por entonces
el acto es:
a) contrarios al deber
|
inclinación
|
moralmente malo
|
b) de acuerdo con el deber
|
inclinación mediata
|
moralmente neutro
|
c) de acuerdo con el deber
|
inclinación inmediata
|
|
d) independiente de toda
inclinación
|
por deber
|
moralmente bueno
|
De todos modos, debe tenerse
bien en cuenta que los que se han dado no son más que ejemplos, como ayuda para
comprender el pensamiento de Kant. No hay
que entenderlos como si diesen una especie de receta para saber cómo tenemos
que actuar en un caso determinado. En la Fundamentación
de la metafísica de las costumbres, Kant no se ocupa del hecho concreto, de
la situación ante la cual nos pudiéramos encontrar en un momento dado; ni
tampoco lo hace en la Crítica de la razón
práctica. En la Fundamentación, Kant
quiere, simplemente, explicarnos en qué consiste, en su naturaleza universal,
el acto moral, el principio supremo de la moralidad.
Y la respuesta ya la sabemos: un acto será moralmente bueno sólo si está
hecho "por deber". Pero esto no significa -como podrían sugerir
algunos de los ejemplos anteriores- que el deber necesariamente, para ser tal,
haya de estar en conflicto con las inclinaciones o ser indiferente a ellas.
Puede darse la circunstancia de que hacia la realización de un acto me lleve
una inclinación, y a la vez la noción del deber. Kant no dice, en modo alguno,
que tenga que haber forzosamente un conflicto entre ambos principios, si bien
algunos intérpretes han caído en este error. Al respecto puede recordarse un
famoso epigrama de Schiller (1759-1805), poeta y también filósofo. El epigrama
se burla de esta teoría kantiana de la oposición entre las inclinaciones y el
deber; o, para decirlo más exactamente, se burla de las deformaciones de que es
susceptible. Un discípulo habla con su maestro de ética y le dice que ayuda a
sus amigos, pero como son amigos, esa ayuda él la realiza con gusto, con
inclinación, puesto que los estima; y entonces le remuerde la conciencia,
pensando que quizás él no sea virtuoso, puesto que en su actitud hay
inclinación, y no el deber solamente. El maestro le contesta que entonces debe
esforzarse por odiarlos, y luego cumplir con el deber:
Escrúpulo de conciencia
Con gusto sirvo a los amigos,
mas desdichadamente lo hago con inclinación,
y así a menudo me atormenta la idea de no ser virtuoso.
Decisión
No hay otro recurso; debes
intentar despreciarlos, y cumplir
entonces con horror lo que el deber te ordena.
Pero repetimos que se trata de
una exageración y de una mala interpretación. Kant no quiere decir que debamos
intentar odiar a una persona (como si, además, el odio dependiese de la
voluntad) para que después, odiándola, el deber nos obligue a ayudarla. Desde
luego, si se presenta el caso en el que odio a una persona, y sin embargo tengo
conciencia de que mi deber consiste en ayudarla, el deber resalta con mayor
claridad. Pero de ninguna manera Kant pretende que suprimamos nuestro amor,
nuestros afectos, etc., sino que lo único que exige es que distingamos los dos
motivos: mi amistad por una persona, por ejemplo, y lo que el deber manda; y si
me doy cuenta de que obro llevado, no sólo por mi amistad, sino, fundamentalmente por el deber, entonces,
y sólo entonces, mi acto será moralmente bueno.
4. El imperativo categórico
El valor moral de la acción,
entonces, no reside en aquello que se quiere lograr, no depende de la
realización del objeto de la acción, sino que consiste única y exclusivamente
en el principio por el cual se la
realiza, prescindiendo de todos los objetos de la facultad de desear. Ese
principio por el cual se realiza un acto, Kant lo ¡lama máxima de la acción; es decir, el principio o fundamento subjetivo
del acto, el principio que de hecho me lleva a obrar, aquel lo por lo cual concretamente realizo el
acto.
Con esto nos encontramos en
condiciones de formular de manera rigurosa, y en forma de imperativo, lo que se
lleva dicho. Kant formula el imperativo
categórico en los siguientes términos:
Obra sólo según una máxima tal
que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal.[11]
Lo cual significa que sólo
obramos moralmente cuando podemos querer que el principio de nuestro querer se
convierta en ley válida para todos.
Esta fórmula, que puede parecer
muy abstracta, coincide en el fondo con la siguiente: "no nos convirtamos
jamás en excepciones"; con lo cual se quiere significar que lo decisivo
para determinar el valor moral del acto es saber si la máxima de mi acción
(aquello por lo que obro) es meramente un principio sobre la base del cual yo
circunstancialmente- decido obrar, o bien es una máxima que al mismo tiempo la
consideramos válida para cualquier otra persona. Supóngase que me encuentro en
una dificultad, y que, para escapar de ella, decido hacer una falsa promesa,
una promesa mentirosa. Entonces nos preguntamos: ¿podemos convertir en
universal este principio, el de mentir cuando uno se encuentra en dificultades?
Y en cuanto pensamos qué sería esta máxima convertida en ley universal, nos
damos cuenta de que es imposible, que se anula a sí misma: porque si todos los
hombres obrasen según esta máxima, nadie creería en la palabra de los demás,
nadie creería en las promesas, y por tanto se anularía toda promesa y toda
palabra:
bien pronto me convenzo de que,
si bien puedo querer la mentira [para escaparme de una dificultad], no puedo
querer, empero, una ley universal de mentir; pues, según esta ley, no habría
propiamente ninguna promesa, porque sería vano fingir a otros mi voluntad
respecto de mis futuras acciones, pues no creerían ese mi fingimiento [...];
por tanto, mi máxima, tan pronto como se tornase ley universal, destruiríase a
sí misma.[12]
La mentira, la deslealtad, están
en contradicción consigo mismas, y sólo son posibles siempre que no se
conviertan en ley universal de las acciones humanas, porque si se convierten en
ley universal, repetimos, las palabras y las promesas desaparecerían. Por eso
el mentiroso quiere mentir a los demás, pero no quiere que se le mienta a él;
se considera a sí mismo como excepción, autorizado para mentir, pero niega tal
autorización a los demás. En el mentiroso se da, pues, una contradicción entre
su ser sensible, las inclinaciones, que son las que en un momento dado lo
llevan a mentir, y la razón, que exige universalidad. Nótese que incluso los
delincuentes tienen su propia "moral": roban, pero se castigan entre
sí cuando uno de ellos roba al otro; de modo tal que entre ellos también se
admite, tácita u oscuramente, que la ley moral tiene que valer para todos (en
este caso, el "todos" de la banda).
Kant enuncia el imperativo
categórico de diversas maneras, de las cuales nos interesa ahora la fórmula del
"fin en sí mismo". El argumento es en síntesis el siguiente: Toda
acción se orienta hacia un fin. Pero hay dos tipos de fines. Por una parte, hay
fines subjetivos, relativos y condicionados; son aquellos a que se refieren las
inclinaciones y sobre los que se fundan los imperativos hipotéticos; v. gr., si
deseo poseer una casa (fin), debo ahorrar (medio). Pero hay además, según se
sabe, un imperativo que manda absolutamente, el imperativo categórico, lo cual
significa que -además de los fines relativos- tiene que haber fines objetivos o
absolutos que constituyan el fundamento de dicho imperativo; fines
absolutamente buenos (y no para tal o cual cosa), fines en sí. Ahora bien, lo
único absolutamente bueno es la buena voluntad (cf. § 2), Y como ésta sólo la
conocemos en los seres racionales, en las personas, resulta que el hombre es
fin en sí mismo, y Kant puede escribir:
Obra de tal modo que uses la humanidad,
tanto en tu persona como en ¡a persona de cualquier otro, siempre como un fin
al mismo tiempo y nunca solamente como un medio.[13]
Se obra inmoralmente cuando a
una persona se la considera nada más que como medio o "instrumento"
para obtener algún fin. En efecto, lo moralmente aborrecible de la esclavitud o
de la prostitución, por ejemplo, reside en que en tales casos un ser humano es usado, y no se lo considera como fin en
sí mismo; es nada más que medio para un fin. El esclavo no es nada más que un
medio o instrumento para picar piedras, y el esclavista no ve en él algo
distinto de lo que sería, por ejemplo, un caballo en la noria o un asno que
transporta cargas. Se está igualando así al hombre con un animal o con una
máquina. Cuando en una actividad burocrática o social, v. gr., a una persona la
utilizamos, y la consideramos nada más que como un medio, nos estamos
comportando inmoralmente.
5. La libertad
El hombre obra suponiendo que es
libre; porque, en efecto, el deber, la ley moral, implica la libertad, así como
ésta la ley.
Dentro del mundo fenoménico (el
único, según Kant, que podemos conocer), todo lo que ocurre está rigurosamente
determinado según la ley de causalidad; no hay ningún hecho que no tenga su
causa, la cual a su vez tiene la suya, y así al infinito. Ahora bien, también
la vida psíquica del hombre es parte de la naturaleza; cada estado psíquico
tiene su causa, y ésta la suya, etc. De manera que también nos encontramos aquí
con un riguroso determinismo psíquico.
Está claro que, dentro de un
orden causal estrictamente determinado no puede hablarse de libertad; en la
naturaleza no hay lugar para el deber (cf. § 1). Si una roca se desprende de la
montaña y mata a una persona, a nadie se le ocurrirá censurar moralmente a la roca,
porque su caída es un puro hecho natural, que considerado por sí mismo no es ni
bueno ni malo. Por lo tanto, si el hombre fuera un ente puramente natural, la
conciencia moral carecería absolutamente de sentido.
Pero la conciencia moral es un
hecho indisputable, un "hecho de la razón" -tanto como lo es la
ciencia natural y su exigencia determinista. Y el hecho del deber señala que el
hombre no se agota en su aspecto natural, sensible; por el contrario, la
conciencia moral, incompatible con el determinismo, exige suponer que en el
hombre hay, además del fenoménico, un aspecto inteligible o nouménico, donde no
rige el determinismo natural, sino la libertad. Ésta es la única manera de
comprender la presencia en nosotros del deber, pues sólo tiene sentido hablar
de actos morales (buenos o malos) si se supone que el hombre es libre.
Es cierto que no podemos conocer que somos libres, pero nada nos
impide pensarlo, según lo ha enseñado
la tercera antinomia (cf. §21). Sabemos[14]
que el término "conocimiento" tiene para Kant sentido muy
restringido, de tal modo que sólo puede hablarse de "conocimiento"
dentro del dominio de la experiencia. Aquí se trata, entonces, no de que se
"conozca" la libertad, sino de que para comprender el hecho de la conciencia
moral es preciso postular la
libertad, esto es, que de alguna manera que no podemos explicar, somos capaces
de obrar de modo de iniciar radicalmente una nueva cadena causal, sin estar
determinados a ello. La libertad es, pues, una suposición necesaria para pensar
el hecho de la conciencia moral:
Vale sólo como necesaria
suposición de la razón en un ser que crea tener conciencia de una voluntad,
esto es, de una facultad diferente de la mera facultad de desear (la facultad
de determinarse a obrar como inteligencia, según leyes de la razón, pues, independientemente
de los instintos naturales). Mas dondequiera que cesa la determinación por
leyes naturales, allí también cesa toda explicación
[...] [15]
Siempre que hablamos de
conciencia moral o hacemos juicios morales, tácitamente suponemos la libertad.
Porque si alguien comete un crimen bajo la acción de una droga, por ejemplo, no
consideraremos responsable a esa persona, ni, por tanto, condenable, ni diremos
propiamente que el acto realizado es moralmente malo, y no lo haremos porque el
individuo del caso no ha obrado libremente, sino que, por efecto de la droga,
su conducta era una conducta forzada, necesaria, determinada por causas
naturales, y por eso no calificable moralmente. Kant puede decir entonces
que la libertad es sin duda la ratio essendi de la ley moral, pero la
ley moral es la
es decir, que la ley moral es la
razón de que "sepamos" de la libertad, así como la libertad es la
razón o fundamento de que haya ley moral, su condición de posibilidad.[17]
6. El primado de la razón
práctica.
Los postulados: libertad,
inmortalidad y existencia de Dios
Se ha establecido que es
imposible conocer teoréticamente nada
respecto de los objetos de la metafísica especial: la libertad, la inmortalidad
del alma y Dios. Si bien estas ideas, o, más exactamente, los objetos a que
estas ideas apuntan, son perfectamente pensables
sin contradicción, no son más que Ideas, es decir, conceptos de por sí
vacíos, pues no hay intuición que les corresponda. La libertad representa un caso especial; es preciso admitir su
existencia pues de otro modo la conciencia moral resultaría un absurdo (§ 5);
en tal sentido, como condición necesaria de la posibilidad de la moral -que es
un hecho del cual no cabe dudar-, la
libertad es
la única entre todas las Ideas
de la razón especulativa cuya posibilidad a
priori sabemos, aunque sin comprenderla sin embargo, porque ella es la
condición de la ley moral, ley que nosotros sabemos.[18]
En cuanto a las otras dos Ideas,
Dios y la inmortalidad.
no son empero condiciones de la ley moral, sino sólo condiciones del
objeto necesario de una voluntad determinada por esa ley, es decir, del uso
meramente práctico de nuestra razón pura: así pues de esas Ideas también
podemos afirmar que no conocemos ni inteligimos [einzusehen], no digo tan
sólo la realidad, sino ni siquiera la posibilidad. Pero sin embargo son ellas
las condiciones de la aplicación de la voluntad, moralmente determinada, a su
objeto que le es dado a priori (el
supremo bien). Por consiguiente, su posibilidad puede y debe ser admitida en esta relación práctica,
sin conocerla e inteligirla, sin embargo, teóricamente.[19]
Resulta pues que la razón
práctica tiene el primado sobre la
razón teórica o especulativa, esto es, que el interés de la moralidad -que es
necesariamente absoluto- autoriza suposiciones teoréticas sin las cuales no
podríamos realizar la moral; los fines de la razón práctica prevalecen sobre
los de la razón especulativa, la moral sobre el conocimiento.
La ley moral exige el cumplimiento
más perfecto, es decir, en definitiva, la realización de la Idea de santidad
(Sec. II, § 3), Idea práctica "que necesariamente tiene que servir de
modelo" para los seres racionales finitos, pues ella "les pone
constante y justamente ante los ojos la ley moral pura". Mas el hombre,
por ser finito, no puede alcanzar tal ideal en las condiciones del mundo
sensible; por ende, aproximarse a tal modelo "en lo infinito, es lo único
que corresponde”[20]
a un ser tal. Virtud es "la
intención [o disposición de ánimo
exclusivamente del aspecto
sensible, y en tanto ciencia pareciera que no puede hacer otra cosa. De tal
modo pretende explicar determinada conducta aduciendo que el individuo del caso
es extrovertido, neurótico, frustrado, etc., que su mecanismo de represión no
ha funcionado como habitualmente lo hace, etc.; y todo eso bien puede ser
cierto, pero con ello no se agota la cuestión, sino que se ha hecho referencia
nada más que a un aspecto de ese
individuo, dejando de lado lo decisivo, lo propiamente personal, es decir, el
hombre como libertad -o, como se dirá
después (cf. Cap. XIV, 12), como poder- ser. Esa insuficiencia de la psicología
sólo puede corregirse en la medida en que no se olvide que el hombre tiene su
centro en la libertad de sus decisiones, en que todo lo que en él es
determinación sólo toma sentido en cada caso en función de sus intransferibles
posibilidades (cf. W. LUYPEN. Fenomenología
existencial, trad. esp., Buenos Aires, Lohlé, 1967. pp. 153-154). Pero a la
vez es preciso no pasar por alto que el acto libre, por ser tal, no puede ser
objeto de conocimiento.
(Gesinnung)] moral en la
lucha[21]
continua y victoriosa contra las inclinaciones, en busca de perfecta -aunque
inalcanzable- purificación”. Como la perfección moral es "prácticamente
necesaria", sólo se la podrá alcanzar "en un progreso que va al infinito";
y como ese progreso al infinito "sólo es posible bajo el supuesto de
una existencia y personalidad
duradera en lo infinito del mismo ser
racional"[22],
resultará que el alma es inmortal.
La virtud es el único bien
incondicionado (cf. § 1), es el honum
supremum o el bien superior (das
oberste Gut)[23]; pero además Kant llama bien supremo (höchstes Gut) el que comprende en sí
además el bien acabado (vollendetes Gut,
bonum consumatum), es decir, todos los bienes condicionados -como lo útil,
lo agradable, etc.-, en una palabra, el estado de contento que llamamos felicidad, la mayor satisfacción posible
y duradera de las inclinaciones:[24]
"el estado de un ser racional en el mundo al cual, en el conjunto de su
existencia, le va todo según su deseo y voluntad"[25].
Está claro que la virtud merece
la felicidad; pero también lo está que la virtud no la garantiza, y que de
hecho nos encontramos frecuentemente con que no halla la felicidad merecida.
Pero si ha de darse tal correspondencia entre virtud y felicidad, es preciso
que haya un poder omnisciente, omnipotente e infinitamente justo capaz de
dispensar la felicidad merecida, i.e.. Dios.
Ahora bien, era un deber para
nosotros fomentar el supremo bien; por consiguiente, no sólo era derecho, sino
también necesidad unida con el deber, como exigencia, presuponer la posibilidad
de este bien supremo, lo cual, no ocurriendo más que bajo la condición de la
existencia de Dios, enlaza inseparablemente la presuposición del mismo con el
deber, es decir, que es moralmente necesario admitir la existencia de Dios.[26]
Pero es preciso fijarse bien en
que estos postulados no son pruebas
especulativas o demostraciones de la razón teórica, pues no nos dan
"conocimiento" ninguno de lo suprasensible. Son sólo
"supuestos" de la moralidad, de la ley "por la cual la razón
determina inmediatamente la voluntad".[27] Escribe Kant:
Estos postulados no son dogmas
teóricos, sino presuposiciones en sentido necesariamente práctico; por tanto,
si bien no ensanchan el conocimiento especulativo, dan, empero, realidad
objetiva a las Ideas de la razón especulativa en general (por medio de su
relación con lo práctico) y la autorizan para formular conceptos que sin eso no
podría pretender afirmar ni siquiera en su posibilidad.[28]
7. Conocimiento y moral
Puede afirmarse, en conclusión,
que el aspecto más decisivo de la filosofía kantiana se encuentra en el
reconocimiento del valor de la persona humana, en la cual se pone de relieve su
índole activa, en general, y ética en especial. La persona, el sujeto, no es una cosa, sino que más bien las cosas son "productos" del
sujeto, porque en éste tienen su origen la legalidad y el orden del mundo
fenoménico, la estricta causalidad y mecanicismo que allí dominan -según enseña
la Crítica de la razón pura. Pero el
sujeto mismo, por su parte, no está sometido a tales leyes; éstas surgen de él,
no él de ellas. Considerado en su aspecto noúmenico, como sujeto moral, es persona, vale decir un ente libre, pleno
de dignidad- y ésta es la enseñanza de la Crítica
de la razón práctica. De tal manera puede apreciarse la rigurosa
complementación e íntima solidaridad de las dos primeras Críticas, y a la vez puede comprenderse el profundo sentido de las
palabras que Kant escribe hacia el final de la Crítica de la razón práctica -palabras que luego se inscribieron en
la tumba del filósofo:
Dos cosas llenan el ánimo de
admiración y respeto siempre nuevos y crecientes, cuanto con más frecuencia y
aplicación se ocupa de ellas la reflexión: el
cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mí.[29]
En este pasaje se refiere Kant a
los dos grandes temas de que se ocupa en la Crítica
de la razón pura y en la Crítica de
la razón práctica, respectivamente. El cielo estrellado simboliza aquí la
naturaleza, el maravilloso orden y armonía que en ella domina (y que están
fundados en las leyes que la propia razón dicta); el otro objeto de admiración
reside en ese otro mundo, que ya no es el sensible, sino el inteligible: el de
la libertad, el mundo de la persona moral.
SECCIÓN II. LA FILOSOFÍA
PRÁCTICA
I. La conciencia moral
Según habrá podido apreciarse, la actitud de Kant frente a la
metafísica -v, por tanto, frente a lo absoluto: frente a los problemas del
alma, del mundo y de Dios- es en cierto modo ambigua o vacilante. Porque, de un
lado, afirma que no conocemos lo absoluto, ni podemos conocerlo, puesto que
todo conocimiento humano se ciñe a los límites de la experiencia, al mundo de
los fenómenos. Pero, por otro lado, como el hombre es un ente dotado de razón,
y la razón es la facultad de lo incondicionado, la metafísica es una
disposición natural del hombre (cf. § 20) y por tanto necesaria para éste. Tal
como declara Kant en el Prefacio a la primera edición de la Crítica,[30]
las cuestiones metafísicas la de Dios, la del mundo, la del alma, la de la
libertad- son asuntos que jamás pueden serle indiferentes al hombre, como se ve
por la circunstancia de que cada uno de nosotros toma siempre una posición al
respecto (afirmando o negando la libertad, o la existencia de Dios, etc.). Este
estado de cosas, esta ambigüedad en que se coloca Kant frente a la metafísica,
parece forzarnos a tratar de resolver lo que no es sino una aparente
contradicción.
Kant busca una solución, pero no en el campo de la razón teorética, no
en el campo del conocimiento (porque en éste tenemos que atenernos a los
fenómenos), sino en el campo moral, en el campo de la razón práctica (como
llama Kant a la razón en tanto determina la acción del hombre).
En efecto, no conocemos lo absoluto; pero sin embargo tenemos un cierto
acceso, una especie de "contacto", por así decirlo, con lo absoluto
o, mejor, con algo absoluto. Este contacto se da en la conciencia moral, es
decir, la conciencia del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, de lo que
debemos hacer y de lo que no debemos hacer. La conciencia moral significa,
según Kant, algo así como la presencia de lo absoluto o de algo absoluto en el
hombre.
Ahora dejamos enteramente de lado las diferencias entre lo que cada
cual entiende por bien o por mal, o lo que debe concretamente hacer o no hacer;
en este punto no interesan esas diferencias, no interesa el contenido concreto
de la conciencia moral, ni menos que se la escuche o desoiga, sino que interesa
sólo la conciencia moral misma, simplemente el hecho de que todos hacemos
constantemente discriminaciones de orden ético. Y afirmamos entonces que en la
conciencia moral se da un contacto con algo absoluto porque la conciencia moral
es la conciencia del deber, es decir, la conciencia que manda de modo absoluto,
la conciencia que ordena de modo incondicionado. La conciencia moral no nos
dice, por ejemplo: "hay que hacer tal cosa para congraciarse con
Fulano"; tal mandato no es expresión de la conciencia moral, sino un
criterio de "conveniencia" práctica, una regla de sagacidad o
prudencia (Klugheit) La conciencia moral, en cambio, es la que dice: "Debo
hacer tal o cual cosa, porque es mi deber hacerlo", y ello aunque me
cueste la vida, o la fortuna, o lo que fuere. Podrá ocurrir que no cumplamos
nuestro deber, pero tal circunstancia se la excluye de nuestra consideración,
porque no interesa ahora lo que efectivamente hacemos, sino que interesa sólo
fijarnos en esta exigencia según la cual algo debe ser, aunque de hecho no sea
y aunque quizá nunca sea. Lo que el deber manda, repetimos, lo manda sin
restricción ni condición ninguna; "debo hacer esto", pero no porque
ello me vaya a dar alguna satisfacción, o me granjee amigos o fortuna, sino tan
sólo porque es mi deber.
La conciencia moral es entonces la conciencia de una exigencia
absoluta, exigencia que no se explica y que no tiene ningún sentido desde el
punto de vista de los fenómenos de la naturaleza. Porque en la naturaleza no
hay deber, sino únicamente el suceder de acuerdo con las causas; no es que una
piedra deba o no deba (moralmente) caer; la piedra cae sin más. La naturaleza
es el reino del ser, de cosas que simplemente son; mientras que la conciencia
moral es el reino de lo que debe ser. (Por ello resultará siempre radicalmente
insuficiente todo intento por explicar la conciencia moral mediante la
psicología o la sociología y, en general, mediante cualquier ciencia; puesto
que las ciencias se refieren -dicho en términos de Kant- a la naturaleza, donde
las cosas simplemente son, y allí todo, según vimos, ocurre según leyes
necesarias, no según libertad. Por ello será también vano todo ensayo de fundar
la moral sobre base empírica, como, por ejemplo, sobre el concepto de
felicidad, tal como hizo Aristóteles, cf. Cap. VI, § 8). En el dominio de la
naturaleza está todo condicionado según leyes causales. En la conciencia moral,
en cambio, aparece un imperativo que manda de modo incondicionado, un
imperativo "categórico". La conciencia moral dice, por ejemplo:
"no mentirás", sin someter este mandamiento a ninguna condición. No
dice que no deba mentir en tales o cuales circunstancias para lograr así una
recompensa, porque esto no sería exigencia moral, sino expresión de astucia; en
efecto, al decir: "Si quiero ganar dinero, no debo mentir", hay aquí
un imperativo, una orden ("no debo mentir"), pero el imperativo está
sujeto a una condición (la de que quiera ganar dinero); mas si no quiero
ganarlo, el imperativo deja de valer. Este tipo de imperativo lo llama Kant
"hipotético". Pero los imperativos morales son incondicionados, es
decir, categóricos, porque lo que el imperativo manda lo manda sin más, sin
ninguna condición (otra cuestión será, repetimos, que se lo obedezca, o que,
según ocurre frecuentemente, se lo infrinja).
2. La buena voluntad
Kant comienza la Fundamentación de la metafísica de las costumbres
(ésta y la Crítica de la razón práctica son las dos obras principales dedicadas
por Kant al tema moral) con un famoso pasaje, solemne y a la vez inspirado:
Ni en el mundo, ni, en general, tampoco fuera del mundo, es posible
pensar nada que pueda considerarse como bueno sin restricción, a no ser tan
sólo una voluntad.[31] buena
¿Qué significa esto? El dinero, por ejemplo, es bueno; puede servir
para comprar libros, o para hacer un viaje. Pero también puede servir para
corromper a una persona, para degradarla, para sobornar a un funcionario venal.
Por ende, el dinero es bueno, no de modo absoluto, sino sólo de modo relativo:
dependerá de cómo se lo emplee. De manera semejante, la inteligencia es también
buena, porque sirve para aprender mejor lo que se estudia, para comprenderlo
más a fondo, para desempeñarse mejor en tal o cual ocupación, etc. Pero si esa
inteligencia se la emplea para planear el robo de un banco, esa inteligencia no
es buena. La inteligencia se la puede usar tanto para el bien cuanto para el
mal; por tanto, es buena sólo relativamente.
La buena voluntad, en cambio, es absolutamente buena, en ninguna
circunstancia puede ser mala. Lo único que en el mundo, o aun fuera de él, es
absolutamente bueno, es la buena voluntad. Aquí "mundo" quiere decir
nuestro mundo empírico; pero Kant afirma que, aun haciendo abstracción de todas
las condiciones empíricas, aun si pensásemos en otro mundo más allá de éste,
aun si pensásemos en un Dios, también de Él valdría lo que se acaba de
sostener: que sólo la buena voluntad es absolutamente buena. Y poco más
adelante escribe Kant:
La buena voluntad no es buena por lo que efectúe o realice, no es buena
por su adecuación para alcanzar algún fin que nos hayamos propuesto; es buena
sólo por el querer, es decir, es buena en sí misma.[32]
Tres ejemplos ayudarán a comprender este pasaje. Primer caso: Supóngase
que una persona se está ahogando en el río; trato de salvarla, hago todo lo que
me sea posible para salvarla, pero no lo logro y se ahoga. Segundo: Una persona
se está ahogando en el río, trato de salvarla, y finalmente la salvo. Tercero:
Una persona se está ahogando; yo, por casualidad, pescando con una gran red,
sin darme cuenta la saco con algunos peces, y la salvo.
Lo "efectuado o realizado", según se expresa Kant, es el
salvamento de quien estaba a punto de ahogarse: en el primer caso, no se lo
logra; en los otros dos sí. En cuanto se pregunta por el valor moral de estos
actos, fácilmente coincidirá todo el mundo en que el tercer acto no lo tiene, a
pesar de que allí se ha realizado el salvamento; y carece de valor moral porque
ello ocurrió sin que yo tuviera la intención o voluntad de realizarlo, sino que
fue obra de la casualidad: el acto, entonces, es moralmente indiferente, ni
bueno ni malo. Los otros dos actos, en cambio, son actos de la buena voluntad,
es decir, moralmente buenos, y -aunque en el primer caso no se haya logrado
realizar lo que se quería, y en el segundo sí- tienen el mismo valor, porque
éste es independiente de lo realizado: Kant dice que "la buena voluntad no
es buena por lo que efectúe o realice", sino que "es buena en sí
misma"-. Lo que Kant sostiene, pues, no es nada extravagante, a pesar de
que ciertas exposiciones o críticas de su ética la presenten en forma bastante
peregrina. Kant no se propone aquí otra cosa sino aclarar las nociones morales
de que todos participamos de manera implícita: simplemente quiere
explicitarlas, formularlas con rigor, y fundamentarlas. Y la prueba de que no
hace sino aclarar el
"conocimiento moral vulgar",[33]
se encuentra en que seguramente todo el mundo estará de acuerdo en la
valoración de casos como los propuestos.
3. El deber
Ahora bien, el deber no es nada más que la buena voluntad, "si
bien bajo ciertas restricciones y obstáculos subjetivos",[34]
colocada bajo ciertos impedimentos que le impiden manifestarse por sí sola.
Porque el hombre no es un ente meramente racional, sino también sensible; en él
conviven dos mundos: el mundo sensible y el mundo inteligible (cf. § 23). Por
ello sus acciones están determinadas, en parte, por la razón; pero, de otra
parte, por lo que Kant llama inclinaciones: el amor, el odio, la simpatía, el
orgullo, la avaricia, el placer, los gustos, etc. De modo que se da en el
hombre una especie de juego y conflicto entre la racionalidad y las inclinaciones,
entre la ley moral y "la imperfección subjetiva de la voluntad”[35]
humana. La buena voluntad se manifiesta en cierta tensión o lucha contra las
inclinaciones, como exigencia que se opone a éstas. En la medida en que ocurre
tal conflicto, la buena voluntad se llama deber. En cambio, si hubiese una
voluntad puramente racional, sobre la cual no tuviesen influencia ninguna las
inclinaciones, sería, en términos de Kant, una voluntad santa, es decir, una
voluntad perfectamente buena. Y esta voluntad, por ser perfectamente buena, por
estar libre de toda inclinación, realizaría la ley moral de manera espontánea,
digamos, no constreñida por una obligación. Y por tanto para esa voluntad
santa, el "deber" no tendría propiamente sentido: "el 'debe ser'
no tiene aquí lugar adecuado, porque el querer ya de suyo coincide
necesariamente con la ley."[36]
En el hombre, en cambio, la ley moral se presenta con carácter de exigencia o
mandato.
En función de todo lo anterior, pueden distinguirse cuatro tipos de
actos, según sea el motivo de los mismos: a) actos contrarios al deber; b)
actos de acuerdo con el deber y por inclinación mediata; c) actos de acuerdo
con el deber y por inclinación inmediata; y d) actos cumplidos por deber. La
clave de todo esto se encuentra en las dos expresiones: "de acuerdo con el
deber" y "por deber". Unos ejemplos ayudarán a entenderlo.
e)
Acto
contrario al deber. Supóngase, una vez más, que alguien se está ahogando, y que
dispongo de todos los medios para salvarlo; pero se trata de una persona a
quien debo dinero, y entonces dejo que se ahogue. Está claro que se trata de un
acto moralmente malo, contrario al deber, porque el deber mandaba salvarlo. El
motivo que me ha llevado a obrar -a abstenerme de cualquier acto que pudiera
salvar a quien se ahogaba- es evitar pagar lo que debo: he obrado por
inclinación, y la inclinación es aquí mi deseo de no desprenderme del dinero,
es mi avaricia.
f)
Acto de
acuerdo con el deber, por inclinación mediata. Ahora el que se está ahogando en
el río es una persona que me debe dinero a mí, y sé que si muere nunca podré
recuperar ese dinero; entonces me arrojo al agua y lo salvo. En este caso, mi
acto coincide con lo que manda el deber, y por eso decimos que se trata de un
acto "de acuerdo" con el deber. Pero se trata de un acto realizado
por inclinación, porque lo que me ha llevado a efectuarlo es mi deseo de recuperar
el dinero que se me debe. Esa inclinación, además, es mediata, porque no tengo
tendencia espontánea a salvar a esa persona, sino que la salvo sólo porque el
acto de salvarla es un "medio" para recuperar el dinero que me debe.
Por tanto no puede decirse que este acto sea moralmente malo, pero tampoco que
sea bueno; propiamente es neutro desde el punto de vista ético, es decir, ni
bueno ni malo.
g)
Acto de
acuerdo con el deber, por inclinación inmediata. Supóngase que ahora quien se
está ahogando y trato de salvar es alguien a quien amo. Se trata,
evidentemente, de un acto que coincide con lo que el deber manda, es un acto
"de acuerdo" con el deber. Pero como lo que me lleva a ejecutarlo es
el amor, el acto está hecho por inclinación, que aquí es una inclinación
inmediata, porque es directamente esa persona como tal (no como medio) lo que
deseo salvar. Según Kant, también éste es un acto moralmente neutro.
h)
Acto por
deber. Quien ahora se está ahogando es alguien a quien no conozco en absoluto,
ni me debe dinero, ni lo amo, y mi inclinación es la de no molestarme por un
desconocido; o, peor aun, imagínese que se trata de un aborrecido enemigo y que
mi inclinación es la de desear su muerte. Sin embargo el deber me dice que debo
salvarlo, como a cualquier ser humano, y entonces doblego mi inclinación, y con
repugnancia inclusive, pero por deber, me esfuerzo por salvarlo.
Pues bien, de los cuatro casos examinados el único en que, según Kant,
los encontramos con un acto moralmente bueno, es este último, puesto que es el
único realizado por deber; no por inclinación ninguna, sino sólo por lo que el
deber manda:
Precisamente en ello estriba el valor del carácter moral, del carácter
que, sin comparación, es el supremo: en hacer el bien, no por inclinación, sino
por deber.[37]
En forma de cuadro tendríamos que los actos pueden ser:
en relación con el deber hechos
por entonces el acto es:
a) contrarios al deber
|
inclinación
|
moralmente malo
|
b) de acuerdo con el deber
|
inclinación mediata
|
moralmente neutro
|
c) de acuerdo con el deber
|
inclinación inmediata
|
|
d) independiente de toda inclinación
|
por deber
|
moralmente bueno
|
De todos modos, debe tenerse bien en cuenta que los que se han dado no
son más que ejemplos, como ayuda para comprender el pensamiento de Kant. No hay
que entenderlos como si diesen una especie de receta para saber cómo tenemos
que actuar en un caso determinado. En la Fundamentación de la metafísica de las
costumbres, Kant no se ocupa del hecho concreto, de la situación ante la cual
nos pudiéramos encontrar en un momento dado; ni tampoco lo hace en la Crítica
de la razón práctica. En la Fundamentación, Kant quiere, simplemente,
explicarnos en qué consiste, en su naturaleza universal, el acto moral, el
principio supremo de la moralidad.
Y la respuesta ya la sabemos: un acto será moralmente bueno sólo si
está hecho "por deber". Pero esto no significa -como podrían sugerir
algunos de los ejemplos anteriores- que el deber necesariamente, para ser tal,
haya de estar en conflicto con las inclinaciones o ser indiferente a ellas.
Puede darse la circunstancia de que hacia la realización de un acto me lleve
una inclinación, y a la vez la noción del deber. Kant no dice, en modo alguno,
que tenga que haber forzosamente un conflicto entre ambos principios, si bien
algunos intérpretes han caído en este error. Al respecto puede recordarse un
famoso epigrama de Schiller (1759-1805), poeta y también filósofo. El epigrama
se burla de esta teoría kantiana de la oposición entre las inclinaciones y el
deber; o, para decirlo más exactamente, se burla de las deformaciones de que es
susceptible. Un discípulo habla con su maestro de ética y le dice que ayuda a
sus amigos, pero como son amigos, esa ayuda él la realiza con gusto, con
inclinación, puesto que los estima; y entonces le remuerde la conciencia,
pensando que quizás él no sea virtuoso, puesto que en su actitud hay
inclinación, y no el deber solamente. El maestro le contesta que entonces debe
esforzarse por odiarlos, y luego cumplir con el deber:
Escrúpulo de conciencia
Con gusto sirvo a los amigos, mas desdichadamente lo hago con
inclinación, y así a menudo me atormenta
la idea de no ser virtuoso.
Decisión
No hay otro recurso; debes intentar despreciarlos, y cumplir entonces con horror lo que el deber
te ordena.
Pero repetimos que se trata de una exageración y de una mala
interpretación. Kant no quiere decir que debamos intentar odiar a una persona
(como si, además, el odio dependiese de la voluntad) para que después,
odiándola, el deber nos obligue a ayudarla. Desde luego, si se presenta el caso
en el que odio a una persona, y sin embargo tengo conciencia de que mi deber
consiste en ayudarla, el deber resalta con mayor claridad. Pero de ninguna
manera Kant pretende que suprimamos nuestro amor, nuestros afectos, etc., sino
que lo único que exige es que distingamos los dos motivos: mi amistad por una
persona, por ejemplo, y lo que el deber manda; y si me doy cuenta de que obro
llevado, no sólo por mi amistad, sino, fundamentalmente por el deber, entonces,
y sólo entonces, mi acto será moralmente bueno.
4. El imperativo categórico
El valor moral de la acción, entonces, no reside en aquello que se
quiere lograr, no depende de la realización del objeto de la acción, sino que
consiste única y exclusivamente en el principio por el cual se la realiza,
prescindiendo de todos los objetos de la facultad de desear. Ese principio por
el cual se realiza un acto, Kant lo ¡lama máxima de la acción; es decir, el
principio o fundamento subjetivo del acto, el principio que de hecho me lleva a
obrar, aquel lo por lo cual concretamente realizo el acto.
Con esto nos encontramos en condiciones de formular de manera rigurosa,
y en forma de imperativo, lo que se lleva dicho. Kant formula el imperativo
categórico en los siguientes términos:
Obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se
torne ley universal.[38]
Lo cual significa que sólo obramos moralmente cuando podemos querer que
el principio de nuestro querer se convierta en ley válida para todos.
Esta fórmula, que puede parecer muy abstracta, coincide en el fondo con
la siguiente: "no nos convirtamos jamás en excepciones"; con lo cual
se quiere significar que lo decisivo para determinar el valor moral del acto es
saber si la máxima de mi acción (aquello por lo que obro) es meramente un
principio sobre la base del cual yo circunstancialmente- decido obrar, o bien
es una máxima que al mismo tiempo la consideramos válida para cualquier otra
persona. Supóngase que me encuentro en una dificultad, y que, para escapar de
ella, decido hacer una falsa promesa, una promesa mentirosa. Entonces nos
preguntamos: ¿podemos convertir en universal este principio, el de mentir
cuando uno se encuentra en dificultades? Y en cuanto pensamos qué sería esta máxima
convertida en ley universal, nos damos cuenta de que es imposible, que se anula
a sí misma: porque si todos los hombres obrasen según esta máxima, nadie
creería en la palabra de los demás, nadie creería en las promesas, y por tanto
se anularía toda promesa y toda palabra:
bien pronto me convenzo de que, si bien puedo querer la mentira [para
escaparme de una dificultad], no puedo querer, empero, una ley universal de
mentir; pues, según esta ley, no habría propiamente ninguna promesa, porque
sería vano fingir a otros mi voluntad respecto de mis futuras acciones, pues no
creerían ese mi fingimiento [...]; por tanto, mi máxima, tan pronto como se
tornase ley universal, destruiríase a sí misma.[39]
La mentira, la deslealtad, están en contradicción consigo mismas, y
sólo son posibles siempre que no se conviertan en ley universal de las acciones
humanas, porque si se convierten en ley universal, repetimos, las palabras y
las promesas desaparecerían. Por eso el mentiroso quiere mentir a los demás,
pero no quiere que se le mienta a él; se considera a sí mismo como excepción,
autorizado para mentir, pero niega tal autorización a los demás. En el
mentiroso se da, pues, una contradicción entre su ser sensible, las
inclinaciones, que son las que en un momento dado lo llevan a mentir, y la
razón, que exige universalidad. Nótese que incluso los delincuentes tienen su
propia "moral": roban, pero se castigan entre sí cuando uno de ellos
roba al otro; de modo tal que entre ellos también se admite, tácita u
oscuramente, que la ley moral tiene que valer para todos (en este caso, el
"todos" de la banda).
Kant enuncia el imperativo categórico de diversas maneras, de las
cuales nos interesa ahora la fórmula del "fin en sí mismo". El
argumento es en síntesis el siguiente: Toda acción se orienta hacia un fin.
Pero hay dos tipos de fines. Por una parte, hay fines subjetivos, relativos y
condicionados; son aquellos a que se refieren las inclinaciones y sobre los que
se fundan los imperativos hipotéticos; v. gr., si deseo poseer una casa (fin),
debo ahorrar (medio). Pero hay además, según se sabe, un imperativo que manda
absolutamente, el imperativo categórico, lo cual significa que -además de los
fines relativos- tiene que haber fines objetivos o absolutos que constituyan el
fundamento de dicho imperativo; fines absolutamente buenos (y no para tal o
cual cosa), fines en sí. Ahora bien, lo único absolutamente bueno es la buena
voluntad (cf. § 2), Y como ésta sólo la conocemos en los seres racionales, en
las personas, resulta que el hombre es fin en sí mismo, y Kant puede escribir:
Obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en ¡a
persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente
como un medio.[40]
Se obra inmoralmente cuando a una persona se la considera nada más que
como medio o "instrumento" para obtener algún fin. En efecto, lo
moralmente aborrecible de la esclavitud o de la prostitución, por ejemplo,
reside en que en tales casos un ser humano es usado, y no se lo considera como
fin en sí mismo; es nada más que medio para un fin. El esclavo no es nada más
que un medio o instrumento para picar piedras, y el esclavista no ve en él algo
distinto de lo que sería, por ejemplo, un caballo en la noria o un asno que
transporta cargas. Se está igualando así al hombre con un animal o con una
máquina. Cuando en una actividad burocrática o social, v. gr., a una persona la
utilizamos, y la consideramos nada más que como un medio, nos estamos
comportando inmoralmente.
5. La libertad
El hombre obra suponiendo que es libre; porque, en efecto, el deber, la
ley moral, implica la libertad, así como ésta la ley.
Dentro del mundo fenoménico (el único, según Kant, que podemos
conocer), todo lo que ocurre está rigurosamente determinado según la ley de
causalidad; no hay ningún hecho que no tenga su causa, la cual a su vez tiene
la suya, y así al infinito. Ahora bien, también la vida psíquica del hombre es
parte de la naturaleza; cada estado psíquico tiene su causa, y ésta la suya,
etc. De manera que también nos encontramos aquí con un riguroso determinismo
psíquico.
Está claro que, dentro de un orden causal estrictamente determinado no
puede hablarse de libertad; en la naturaleza no hay lugar para el deber (cf. §
1). Si una roca se desprende de la montaña y mata a una persona, a nadie se le
ocurrirá censurar moralmente a la roca, porque su caída es un puro hecho
natural, que considerado por sí mismo no es ni bueno ni malo. Por lo tanto, si
el hombre fuera un ente puramente natural, la conciencia moral carecería
absolutamente de sentido.
Pero la conciencia moral es un hecho indisputable, un "hecho de la
razón" -tanto como lo es la ciencia natural y su exigencia determinista. Y
el hecho del deber señala que el hombre no se agota en su aspecto natural,
sensible; por el contrario, la conciencia moral, incompatible con el
determinismo, exige suponer que en el hombre hay, además del fenoménico, un
aspecto inteligible o nouménico, donde no rige el determinismo natural, sino la
libertad. Ésta es la única manera de comprender la presencia en nosotros del
deber, pues sólo tiene sentido hablar de actos morales (buenos o malos) si se
supone que el hombre es libre.
Es cierto que no podemos conocer que somos libres, pero nada nos impide
pensarlo, según lo ha enseñado la tercera antinomia (cf. §21). Sabemos[41]
que el término "conocimiento" tiene para Kant sentido muy
restringido, de tal modo que sólo puede hablarse de "conocimiento"
dentro del dominio de la experiencia. Aquí se trata, entonces, no de que se
"conozca" la libertad, sino de que para comprender el hecho de la
conciencia moral es preciso postular la libertad, esto es, que de alguna manera
que no podemos explicar, somos capaces de obrar de modo de iniciar radicalmente
una nueva cadena causal, sin estar determinados a ello. La libertad es, pues,
una suposición necesaria para pensar el hecho de la conciencia moral:
Vale sólo como necesaria suposición de la razón en un ser que crea
tener conciencia de una voluntad, esto es, de una facultad diferente de la mera
facultad de desear (la facultad de determinarse a obrar como inteligencia,
según leyes de la razón, pues, independientemente de los instintos naturales).
Mas dondequiera que cesa la determinación por leyes naturales, allí también
cesa toda explicación [...] [42]
Siempre que hablamos de conciencia moral o hacemos juicios morales,
tácitamente suponemos la libertad. Porque si alguien comete un crimen bajo la
acción de una droga, por ejemplo, no consideraremos responsable a esa persona,
ni, por tanto, condenable, ni diremos propiamente que el acto realizado es
moralmente malo, y no lo haremos porque el individuo del caso no ha obrado
libremente, sino que, por efecto de la droga, su conducta era una conducta
forzada, necesaria, determinada por causas naturales, y por eso no calificable
moralmente. Kant puede decir entonces
que la libertad es sin duda la ratio essendi de la ley moral, pero la
ley moral es la
es decir, que la ley moral es la razón de que "sepamos" de la
libertad, así como la libertad es la razón o fundamento de que haya ley moral,
su condición de posibilidad.[44]
6. El primado de la razón
práctica.
Los postulados: libertad,
inmortalidad y existencia de Dios
Se ha establecido que es imposible conocer teoréticamente nada respecto
de los objetos de la metafísica especial: la libertad, la inmortalidad del alma
y Dios. Si bien estas ideas, o, más exactamente, los objetos a que estas ideas
apuntan, son perfectamente pensables sin contradicción, no son más que Ideas,
es decir, conceptos de por sí vacíos, pues no hay intuición que les
corresponda. La libertad representa un caso especial; es preciso admitir su
existencia pues de otro modo la conciencia moral resultaría un absurdo (§ 5);
en tal sentido, como condición necesaria de la posibilidad de la moral -que es
un hecho del cual no cabe dudar-, la libertad es
la única entre todas las Ideas de la razón especulativa cuya
posibilidad a priori sabemos, aunque sin comprenderla sin embargo, porque ella
es la condición de la ley moral, ley que nosotros sabemos.[45]
En cuanto a las otras dos Ideas, Dios y la inmortalidad.
no son empero condiciones de la ley moral, sino sólo condiciones del
objeto necesario de una voluntad determinada por esa ley, es decir, del uso
meramente práctico de nuestra razón pura: así pues de esas Ideas también
podemos afirmar que no conocemos ni inteligimos [einzusehen], no digo tan sólo
la realidad, sino ni siquiera la posibilidad. Pero sin embargo son ellas las
condiciones de la aplicación de la voluntad, moralmente determinada, a su
objeto que le es dado a priori (el supremo bien). Por consiguiente, su
posibilidad puede y debe ser admitida en esta relación práctica, sin conocerla
e inteligirla, sin embargo, teóricamente.[46]
Resulta pues que la razón práctica tiene el primado sobre la razón
teórica o especulativa, esto es, que el interés de la moralidad -que es
necesariamente absoluto- autoriza suposiciones teoréticas sin las cuales no
podríamos realizar la moral; los fines de la razón práctica prevalecen sobre
los de la razón especulativa, la moral sobre el conocimiento.
La ley moral exige el cumplimiento más perfecto, es decir, en
definitiva, la realización de la Idea de santidad (Sec. II, § 3), Idea práctica
"que necesariamente tiene que servir de modelo" para los seres
racionales finitos, pues ella "les pone constante y justamente ante los
ojos la ley moral pura". Mas el hombre, por ser finito, no puede alcanzar
tal ideal en las condiciones del mundo sensible; por ende, aproximarse a tal
modelo "en lo infinito, es lo único que corresponde”[47]
a un ser tal. Virtud es "la intención [o disposición de ánimo
exclusivamente del aspecto sensible, y en tanto ciencia pareciera que
no puede hacer otra cosa. De tal modo pretende explicar determinada conducta
aduciendo que el individuo del caso es extrovertido, neurótico, frustrado,
etc., que su mecanismo de represión no ha funcionado como habitualmente lo
hace, etc.; y todo eso bien puede ser cierto, pero con ello no se agota la
cuestión, sino que se ha hecho referencia nada más que a un aspecto de ese
individuo, dejando de lado lo decisivo, lo propiamente personal, es decir, el
hombre como libertad -o, como se dirá después (cf. Cap. XIV, 12), como poder-
ser. Esa insuficiencia de la psicología sólo puede corregirse en la medida en
que no se olvide que el hombre tiene su centro en la libertad de sus decisiones,
en que todo lo que en él es determinación sólo toma sentido en cada caso en
función de sus intransferibles posibilidades (cf. W. LUYPEN. Fenomenología
existencial, trad. esp., Buenos Aires, Lohlé, 1967. pp. 153-154). Pero a la vez
es preciso no pasar por alto que el acto libre, por ser tal, no puede ser
objeto de conocimiento.
(Gesinnung)] moral en la lucha[48]
continua y victoriosa contra las inclinaciones, en busca de perfecta -aunque
inalcanzable- purificación”. Como la perfección moral es "prácticamente
necesaria", sólo se la podrá alcanzar "en un progreso que va al
infinito"; y como ese progreso al infinito "sólo es posible bajo el
supuesto de una existencia y personalidad duradera en lo infinito del mismo ser
racional"[49],
resultará que el alma es inmortal.
La virtud es el único bien incondicionado (cf. § 1), es el honum
supremum o el bien superior (das oberste Gut)[50];
pero además Kant llama bien supremo (höchstes Gut) el que comprende en sí
además el bien acabado (vollendetes Gut, bonum consumatum), es decir, todos los
bienes condicionados -como lo útil, lo agradable, etc.-, en una palabra, el
estado de contento que llamamos felicidad, la mayor satisfacción posible y
duradera de las inclinaciones:[51]
"el estado de un ser racional en el mundo al cual, en el conjunto de su
existencia, le va todo según su deseo y voluntad"[52].
Está claro que la virtud merece la felicidad; pero también lo está que
la virtud no la garantiza, y que de hecho nos encontramos frecuentemente con
que no halla la felicidad merecida. Pero si ha de darse tal correspondencia
entre virtud y felicidad, es preciso que haya un poder omnisciente, omnipotente
e infinitamente justo capaz de dispensar la felicidad merecida, i.e.. Dios.
Ahora bien, era un deber para nosotros fomentar el supremo bien; por
consiguiente, no sólo era derecho, sino también necesidad unida con el deber,
como exigencia, presuponer la posibilidad de este bien supremo, lo cual, no
ocurriendo más que bajo la condición de la existencia de Dios, enlaza
inseparablemente la presuposición del mismo con el deber, es decir, que es
moralmente necesario admitir la existencia de Dios.[53]
Pero es preciso fijarse bien en que estos postulados no son pruebas
especulativas o demostraciones de la razón teórica, pues no nos dan
"conocimiento" ninguno de lo suprasensible. Son sólo
"supuestos" de la moralidad, de la ley "por la cual la razón
determina inmediatamente la voluntad".[54] Escribe Kant:
Estos postulados no son dogmas teóricos, sino presuposiciones en
sentido necesariamente práctico; por tanto, si bien no ensanchan el
conocimiento especulativo, dan, empero, realidad objetiva a las Ideas de la
razón especulativa en general (por medio de su relación con lo práctico) y la
autorizan para formular conceptos que sin eso no podría pretender afirmar ni
siquiera en su posibilidad.[55]
7. Conocimiento y moral
Puede afirmarse, en conclusión, que el aspecto más decisivo de la
filosofía kantiana se encuentra en el reconocimiento del valor de la persona
humana, en la cual se pone de relieve su índole activa, en general, y ética en
especial. La persona, el sujeto, no es una cosa, sino que más bien las cosas
son "productos" del sujeto, porque en éste tienen su origen la
legalidad y el orden del mundo fenoménico, la estricta causalidad y mecanicismo
que allí dominan -según enseña la Crítica de la razón pura. Pero el sujeto
mismo, por su parte, no está sometido a tales leyes; éstas surgen de él, no él
de ellas. Considerado en su aspecto noúmenico, como sujeto moral, es persona,
vale decir un ente libre, pleno de dignidad- y ésta es la enseñanza de la
Crítica de la razón práctica. De tal manera puede apreciarse la rigurosa
complementación e íntima solidaridad de las dos primeras Críticas, y a la vez
puede comprenderse el profundo sentido de las palabras que Kant escribe hacia
el final de la Crítica de la razón práctica -palabras que luego se inscribieron
en la tumba del filósofo:
Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto siempre nuevos y
crecientes, cuanto con más frecuencia y aplicación se ocupa de ellas la
reflexión: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mí.[56]
En este pasaje se refiere Kant a los dos grandes temas de que se ocupa
en la Crítica de la razón pura y en la Crítica de la razón práctica,
respectivamente. El cielo estrellado simboliza aquí la naturaleza, el
maravilloso orden y armonía que en ella domina (y que están fundados en las
leyes que la propia razón dicta); el otro objeto de admiración reside en ese
otro mundo, que ya no es el sensible, sino el inteligible: el de la libertad,
el mundo de la persona moral.
[2] Su primera obra
apareció en 1746: Gedanken von der wahren
Schätzung der lebendigen Kräfle (Pensamientos sobre la verdadera apreciación de
las fuerzas vivas).
[3] A X (trad. I. p.
4).
[4] Grundlegung
zur Metaphysik der Sitten, Akademie-Ausgabe IV, 393 (Fundamentación de la metafísica de las
costumbres, trad. G. Morente, Buenos Aires, Espasa -Calpe, Col.
Austral, 1946, p. 27).
[9] loc. cit (trad.
loc. cit.)
[10] op. cit., IV,
399 (trad. p. 36).
[14]
Cf. Sección I. nota 22.
[16] Kritik der praktischen Vernunft [abreviada
K.p. V], Akademie-Ausgabe V. 4 Anm.
(trad. G. Morente. Crítica de
la razón práctica, Madrid. V. Suárez, 1913, p. 4 nota).
[17] La distinción
entre el aspecto sensible y el nouménico es de enorme importancia y no debiera
ser descuidada por las llamadas "ciencias del hombre". La ciencia de
moda, la psicología, se ocupa
[18] KpV, V, 4 (trad. cit., pp. 3-4). Cf. Kritik der Urteilskraft, tercera
edic, 457 y 467 (trad. de García Morente. Buenos Aires, El Ateneo, 1951, pp.
453 y 458).
[20] KpV. V 32
(trad. cit., p. 67).
[21]
KpV. V (Cassirer) 93 (trad. 164 retocada).
[22]
KpV. V (Cass.), 132-133 (tr. 231).
[23]
KpV. V (Cass. 120) (trad. p. 210).
[24]
Cf. KpV. V (Cass.), 159 (trad. p. 275)
[25]
KpV. V (Cass.), 135 (trad. p. 235).
[26]
KpV, V (Cass.). 136 (trad. p. 237).
[27]
KpV. V (Cass.), 143 (trad. p. 248).
[28] KpV. V (Cass.),
143 (trad. pp. 248-49). Cf. KpV, V 144-145 (trad. p. 251).
[29] V (Cass.) 174
(trad. G. Morente. p. 301). Nadie menor que Beethoven escribió repelidas veces
estas palabras de Kant en sus Conversationsbücher.
y agregó con lapidarios caracteres: ¡¡¡Kant!!! (E.O. VON LIPPMANN,
"Zu: 'Zwei Dinge erfüllen das Gemüt...”, Kantstudien XXXIV (1929), p. 261).
[30] A X (trad. I.
p. 4).
[31] Grundlegung
zur Metaphysik der Sitten, Akademie-Ausgabe IV, 393 (Fundamentación de la metafísica de las
costumbres, trad. G. Morente, Buenos Aires, Espasa -Calpe, Col.
Austral, 1946, p. 27).
[36] loc. cit (trad.
loc. cit.)
[37] op. cit., IV,
399 (trad. p. 36).
[41]
Cf. Sección I. nota 22.
[43] Kritik der praktischen Vernunft [abreviada
K.p. V], Akademie-Ausgabe V. 4 Anm.
(trad. G. Morente. Crítica de
la razón práctica, Madrid. V. Suárez, 1913, p. 4 nota).
[44] La distinción
entre el aspecto sensible y el nouménico es de enorme importancia y no debiera
ser descuidada por las llamadas "ciencias del hombre". La ciencia de
moda, la psicología, se ocupa
[45] KpV, V, 4 (trad. cit., pp. 3-4). Cf. Kritik der Urteilskraft, tercera
edic, 457 y 467 (trad. de García Morente. Buenos Aires, El Ateneo, 1951, pp. 453
y 458).
[47] KpV. V 32
(trad. cit., p. 67).
[48]
KpV. V (Cassirer) 93 (trad. 164 retocada).
[49]
KpV. V (Cass.), 132-133 (tr. 231).
[50]
KpV. V (Cass. 120) (trad. p. 210).
[51]
Cf. KpV. V (Cass.), 159 (trad. p. 275)
[52]
KpV. V (Cass.), 135 (trad. p. 235).
[53]
KpV, V (Cass.). 136 (trad. p. 237).
[54]
KpV. V (Cass.), 143 (trad. p. 248).
[55] KpV. V (Cass.),
143 (trad. pp. 248-49). Cf. KpV, V 144-145 (trad. p. 251).
[56] V (Cass.) 174
(trad. G. Morente. p. 301). Nadie menor que Beethoven escribió repelidas veces
estas palabras de Kant en sus Conversationsbücher.
y agregó con lapidarios caracteres: ¡¡¡Kant!!! (E.O. VON LIPPMANN,
"Zu: 'Zwei Dinge erfüllen das Gemüt...”, Kantstudien XXXIV (1929), p. 261).
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