sábado, 21 de abril de 2018

ÉTICA KANTIANA


Capítulo X

EL IDEALISMO TRASCENDENTAL. KANT
 1. Personalidad de Kant.
SECCIÓN II. LA FILOSOFÍA PRÁCTICA
1.     La conciencia moral.
2.     La buena voluntad.
3.     El deber.
4.     El imperativo categórico.
5.     La libertad.
6.     El primado de la razón práctica. Los postulados: libertad, inmortalidad y existencia de Dios.
7.     Conocimiento y moral.


CAPÍTULO X

EL IDEALISMO TRASCENDENTAL. KANT




1. Personalidad de Kant


Immanuel Kant es, fuera de duda, uno de los filósofos más importantes de todos los tiempos, y este juicio vale sin que implique estar de acuerdo con lo que él sostuvo. Esa importancia radica en la extraordinaria profundidad de sus ideas y en la magnitud del cambio que introdujo en el pensamiento filosófico y en el pensamiento humano en general.
En efecto, la revolución que introduce Kant sólo puede compararse con la que inició Sócrates en el mundo griego (cf. Cap. IV, § 3). Y así como la filosofía griega, desde Tales hasta Aristóteles, y aun con los post aristotélicos, ofrece una riqueza de concepciones y de pensamiento que convierten este período en uno de los más extraordinarios que la humanidad haya vivido, de modo semejante ocurre con el movimiento filosófico que se genera a partir de Kant. Porque en el limitado espacio de cuarenta años -entre la Crítica de la razón pura, que se publica en 1781, y la última obra importante de Hegel, la Filosofía del derecho, que aparece en 1821- se suceden grandes filósofos, es el movimiento que se conoce con el nombre de "idealismo alemán", que por la hondura, la vastedad y la influencia de sus ideas, sólo puede compararse con la filosofía griega -con la diferencia de que ésta se desarrolla a lo largo de varios siglos, y en cambio en el caso del idealismo alemán se trata tan sólo de cuarenta años, lapso en el cual la cultura alemana asciende al primer nivel de la especulación filosófica. [1]
Kant nació en 1724 y murió en 1804. Tuvo, pues, una vida relativamente larga. A pesar de ello, la obra que asentó su duradera fama, la Crítica de la razón pura, apareció cuando Kant ya se acercaba a los sesenta años. Cosa extraña, porque la maduración del genio filosófico suele ser bastante más temprana (los grandes filósofos por lo común han escrito su obra más importante alrededor de los cuarenta años). Kant tardó mucho más, y ello no es casualidad, sino que probablemente está en relación directa con la extraordinaria dificultad del asunto que allí se trata. Si Kant tardó sesenta años en llegar a la sazón de su pensamiento, ello se debe a que su sistema no era de aquellos que pueden aparecer de golpe, por repentina inspiración feliz, sino el resultado de una larguísima maduración, que no era sólo la del individuo Kant, sino al mismo tiempo la maduración de todo el pasado filosófico europeo.
Si se recorre la serie de las obras de Kant -quien comenzó a publicar cuando tenía poco más de veinte años-,[2] puede verse cómo transita sucesivamente y de manera abreviada las diversas etapas que el pensamiento europeo moderno, a través de generaciones, había ido atravesando. Aunque sin duda simplificando muchísimo, puede decirse que en sus primeros escritos sigue una orientación racionalista, y que luego parecería sufrir una crisis intelectual de aproximación al empirismo. Pero una vez recorridos estos momentos, Kant, habiendo penetrado hasta las raíces del racionalismo y del empirismo, elabora una teoría novedosa, que va unida a su nombre: la filosofía crítica o filosofía trascendental. No es entonces que Kant haya vivido desde fuera los sucesivos momentos de la filosofía precedente, sino que, al mismo tiempo que los estudiaba, constituyeron estadios de su propio itinerario intelectual y vital, hasta que, habiendo ahondado en sus fallas, carencias y limitaciones, llegó a una concepción enteramente original.
Kant nació, creció, maduró, envejeció y murió sin salir casi de su ciudad natal, Konigsberg, en la Prusia oriental. La ciudad, la segunda del Reino de Prusia, contaba entonces con unos 50.000 habitantes, cantidad considerable para la época. Kant no se movió nunca de las cercanías de esa ciudad, situada -es importante notarlo- en aquel momento exactamente en el borde del mundo civilizado, en la frontera de la Europa ilustrada, zona bastante a trasmano desde el punto de vista cultural. Se llama la atención sobre estas circunstancias para que se piense cómo un individuo como Kant, situado en aquella especie de extremo del mundo, pudo sin embargo introducir en Europa la revolución más grande que conozca el pensamiento moderno.
Kant era un hombre bajo, delgado, un tanto jorobado, probablemente por alguna afección pulmonar; hombre que, a pesar de su débil naturaleza, pudo sin embargo vivir muchos años gracias a su riguroso régimen de vida, tan metódico que hasta puede parecer pedantesco. Provenía de familia humilde; su padre era un artesano, de profesión talabartero. Otro hecho más que muestra cómo el verdadero genio se sobrepone a las circunstancias: al origen familiar, a las condiciones ambientales.
¿Cómo es que sin conocer personalmente el resto del mundo y situado en el margen de la Europa de su tiempo pudo Kant introducir una transformación tan grande? Se trata justamente de uno de esos hechos que nos hacen hablar, como de un fenómeno inexplicable, del genio. Fuera como fuese, Kant estaba perfectamente enterado de todo lo que pasaba en su momento; tan así es que una de las pocas veces en que se apartó de su régimen de vida tan riguroso, fue cuando esperaba los periódicos que traían las noticias de la Revolución Francesa. Kant, desde aquella zona casi perdida, conocía el resto del mundo quizá mejor que los viajeros más avezados de su tiempo. Y tuvo asimismo la dicha de ser quizás el último europeo que pudo reunir en su cabeza todo el saber de su época (cosa que después, por la enorme especialización y ampliación de los conocimientos, se volvió imposible); no sólo sabía filosofía, sino que también sabía y enseñaba matemáticas, física, astronomía, mineralogía, geografía, antropología, pedagogía, teología natural..., y hasta fortificaciones y pirotecnia.

Kant une a la dificultad del tema la de que sus obras están escritas en un lenguaje muy técnico, al cual no puede tenerse acceso inmediato; por el contrario, tendrá que írselo aclarando en sucesivos pasos. En este sentido es un filósofo difícil; no sólo por sus ideas, sino por su expresión.

SECCIÓN II.  LA FILOSOFÍA PRÁCTICA


I. La conciencia moral


Según habrá podido apreciarse, la actitud de Kant frente a la metafísica -v, por tanto, frente a lo absoluto: frente a los problemas del alma, del mundo y de Dios- es en cierto modo ambigua o vacilante. Porque, de un lado, afirma que no conocemos lo absoluto, ni podemos conocerlo, puesto que todo conocimiento humano se ciñe a los límites de la experiencia, al mundo de los fenómenos. Pero, por otro lado, como el hombre es un ente dotado de razón, y la razón es la facultad de lo incondicionado, la metafísica es una disposición natural del hombre (cf. § 20) y por tanto necesaria para éste. Tal como declara Kant en el Prefacio a la primera edición de la Crítica,[3] las cuestiones metafísicas la de Dios, la del mundo, la del alma, la de la libertad- son asuntos que jamás pueden serle indiferentes al hombre, como se ve por la circunstancia de que cada uno de nosotros toma siempre una posición al respecto (afirmando o negando la libertad, o la existencia de Dios, etc.). Este estado de cosas, esta ambigüedad en que se coloca Kant frente a la metafísica, parece forzarnos a tratar de resolver lo que no es sino una aparente contradicción.
Kant busca una solución, pero no en el campo de la razón teorética, no en el campo del conocimiento (porque en éste tenemos que atenernos a los fenómenos), sino en el campo moral, en el campo de la razón práctica (como llama Kant a la razón en tanto determina la acción del hombre).
En efecto, no conocemos lo absoluto; pero sin embargo tenemos un cierto acceso, una especie de "contacto", por así decirlo, con lo absoluto o, mejor, con algo absoluto. Este contacto se da en la conciencia moral, es decir, la conciencia del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, de lo que debemos hacer y de lo que no debemos hacer. La conciencia moral significa, según Kant, algo así como la presencia de lo absoluto o de algo absoluto en el hombre.
Ahora dejamos enteramente de lado las diferencias entre lo que cada cual entiende por bien o por mal, o lo que debe concretamente hacer o no hacer; en este punto no interesan esas diferencias, no interesa el contenido concreto de la conciencia moral, ni menos que se la escuche o desoiga, sino que interesa sólo la conciencia moral misma, simplemente el hecho de que todos hacemos constantemente discriminaciones de orden ético. Y afirmamos entonces que en la conciencia moral se da un contacto con algo absoluto porque la conciencia moral es la conciencia del deber, es decir, la conciencia que manda de modo absoluto, la conciencia que ordena de modo incondicionado. La conciencia moral no nos dice, por ejemplo: "hay que hacer tal cosa para congraciarse con Fulano"; tal mandato no es expresión de la conciencia moral, sino un criterio de "conveniencia" práctica, una regla de sagacidad o prudencia (Klugheit) La conciencia moral, en cambio, es la que dice: "Debo hacer tal o cual cosa, porque es mi deber hacerlo", y ello aunque me cueste la vida, o la fortuna, o lo que fuere. Podrá ocurrir que no cumplamos nuestro deber, pero tal circunstancia se la excluye de nuestra consideración, porque no interesa ahora lo que efectivamente hacemos, sino que interesa sólo fijarnos en esta exigencia según la cual algo debe ser, aunque de hecho no sea y aunque quizá nunca sea. Lo que el deber manda, repetimos, lo manda sin restricción ni condición ninguna; "debo hacer esto", pero no porque ello me vaya a dar alguna satisfacción, o me granjee amigos o fortuna, sino tan sólo porque es mi deber.
La conciencia moral es entonces la conciencia de una exigencia absoluta, exigencia que no se explica y que no tiene ningún sentido desde el punto de vista de los fenómenos de la naturaleza. Porque en la naturaleza no hay deber, sino únicamente el suceder de acuerdo con las causas; no es que una piedra deba o no deba (moralmente) caer; la piedra cae sin más. La naturaleza es el reino del ser, de cosas que simplemente son; mientras que la conciencia moral es el reino de lo que debe ser. (Por ello resultará siempre radicalmente insuficiente todo intento por explicar la conciencia moral mediante la psicología o la sociología y, en general, mediante cualquier ciencia; puesto que las ciencias se refieren -dicho en términos de Kant- a la naturaleza, donde las cosas simplemente son, y allí todo, según vimos, ocurre según leyes necesarias, no según libertad. Por ello será también vano todo ensayo de fundar la moral sobre base empírica, como, por ejemplo, sobre el concepto de felicidad, tal como hizo Aristóteles, cf. Cap. VI, § 8). En el dominio de la naturaleza está todo condicionado según leyes causales. En la conciencia moral, en cambio, aparece un imperativo que manda de modo incondicionado, un imperativo "categórico". La conciencia moral dice, por ejemplo: "no mentirás", sin someter este mandamiento a ninguna condición. No dice que no deba mentir en tales o cuales circunstancias para lograr así una recompensa, porque esto no sería exigencia moral, sino expresión de astucia; en efecto, al decir: "Si quiero ganar dinero, no debo mentir", hay aquí un imperativo, una orden ("no debo mentir"), pero el imperativo está sujeto a una condición (la de que quiera ganar dinero); mas si no quiero ganarlo, el imperativo deja de valer. Este tipo de imperativo lo llama Kant "hipotético". Pero los imperativos morales son incondicionados, es decir, categóricos, porque lo que el imperativo manda lo manda sin más, sin ninguna condición (otra cuestión será, repetimos, que se lo obedezca, o que, según ocurre frecuentemente, se lo infrinja).


2. La buena voluntad


Kant comienza la Fundamentación de la metafísica de las costumbres (ésta y la Crítica de la razón práctica son las dos obras principales dedicadas por Kant al tema moral) con un famoso pasaje, solemne y a la vez inspirado:

Ni en el mundo, ni, en general, tampoco fuera del mundo, es posible pensar nada que pueda considerarse como bueno sin restricción, a no ser tan sólo una voluntad.[4]                  buena

¿Qué significa esto? El dinero, por ejemplo, es bueno; puede servir para comprar libros, o para hacer un viaje. Pero también puede servir para corromper a una persona, para degradarla, para sobornar a un funcionario venal. Por ende, el dinero es bueno, no de modo absoluto, sino sólo de modo relativo: dependerá de cómo se lo emplee. De manera semejante, la inteligencia es también buena, porque sirve para aprender mejor lo que se estudia, para comprenderlo más a fondo, para desempeñarse mejor en tal o cual ocupación, etc. Pero si esa inteligencia se la emplea para planear el robo de un banco, esa inteligencia no es buena. La inteligencia se la puede usar tanto para el bien cuanto para el mal; por tanto, es buena sólo relativamente.
La buena voluntad, en cambio, es absolutamente buena, en ninguna circunstancia puede ser mala. Lo único que en el mundo, o aun fuera de él, es absolutamente bueno, es la buena voluntad. Aquí "mundo" quiere decir nuestro mundo empírico; pero Kant afirma que, aun haciendo abstracción de todas las condiciones empíricas, aun si pensásemos en otro mundo más allá de éste, aun si pensásemos en un Dios, también de Él valdría lo que se acaba de sostener: que sólo la buena voluntad es absolutamente buena. Y poco más adelante escribe Kant:

La buena voluntad no es buena por lo que efectúe o realice, no es buena por su adecuación para alcanzar algún fin que nos hayamos propuesto; es buena sólo por el querer, es decir, es buena en sí misma.[5]

Tres ejemplos ayudarán a comprender este pasaje. Primer caso: Supóngase que una persona se está ahogando en el río; trato de salvarla, hago todo lo que me sea posible para salvarla, pero no lo logro y se ahoga. Segundo: Una persona se está ahogando en el río, trato de salvarla, y finalmente la salvo. Tercero: Una persona se está ahogando; yo, por casualidad, pescando con una gran red, sin darme cuenta la saco con algunos peces, y la salvo.
Lo "efectuado o realizado", según se expresa Kant, es el salvamento de quien estaba a punto de ahogarse: en el primer caso, no se lo logra; en los otros dos sí. En cuanto se pregunta por el valor moral de estos actos, fácilmente coincidirá todo el mundo en que el tercer acto no lo tiene, a pesar de que allí se ha realizado el salvamento; y carece de valor moral porque ello ocurrió sin que yo tuviera la intención o voluntad de realizarlo, sino que fue obra de la casualidad: el acto, entonces, es moralmente indiferente, ni bueno ni malo. Los otros dos actos, en cambio, son actos de la buena voluntad, es decir, moralmente buenos, y -aunque en el primer caso no se haya logrado realizar lo que se quería, y en el segundo sí- tienen el mismo valor, porque éste es independiente de lo realizado: Kant dice que "la buena voluntad no es buena por lo que efectúe o realice", sino que "es buena en sí misma"-. Lo que Kant sostiene, pues, no es nada extravagante, a pesar de que ciertas exposiciones o críticas de su ética la presenten en forma bastante peregrina. Kant no se propone aquí otra cosa sino aclarar las nociones morales de que todos participamos de manera implícita: simplemente quiere explicitarlas, formularlas con rigor, y fundamentarlas. Y la prueba de que no hace sino aclarar el
"conocimiento moral vulgar",[6] se encuentra en que seguramente todo el mundo estará de acuerdo en la valoración de casos como los propuestos.


3. El deber


Ahora bien, el deber no es nada más que la buena voluntad, "si bien bajo ciertas restricciones y obstáculos subjetivos",[7] colocada bajo ciertos impedimentos que le impiden manifestarse por sí sola. Porque el hombre no es un ente meramente racional, sino también sensible; en él conviven dos mundos: el mundo sensible y el mundo inteligible (cf. § 23). Por ello sus acciones están determinadas, en parte, por la razón; pero, de otra parte, por lo que Kant llama inclinaciones: el amor, el odio, la simpatía, el orgullo, la avaricia, el placer, los gustos, etc. De modo que se da en el hombre una especie de juego y conflicto entre la racionalidad y las inclinaciones, entre la ley moral y "la imperfección subjetiva de la voluntad”[8] humana. La buena voluntad se manifiesta en cierta tensión o lucha contra las inclinaciones, como exigencia que se opone a éstas. En la medida en que ocurre tal conflicto, la buena voluntad se llama deber. En cambio, si hubiese una voluntad puramente racional, sobre la cual no tuviesen influencia ninguna las inclinaciones, sería, en términos de Kant, una voluntad santa, es decir, una voluntad perfectamente buena. Y esta voluntad, por ser perfectamente buena, por estar libre de toda inclinación, realizaría la ley moral de manera espontánea, digamos, no constreñida por una obligación. Y por tanto para esa voluntad santa, el "deber" no tendría propiamente sentido: "el 'debe ser' no tiene aquí lugar adecuado, porque el querer ya de suyo coincide necesariamente con la ley."[9] En el hombre, en cambio, la ley moral se presenta con carácter de exigencia o mandato.

En función de todo lo anterior, pueden distinguirse cuatro tipos de actos, según sea el motivo de los mismos: a) actos contrarios al deber; b) actos de acuerdo con el deber y por inclinación mediata; c) actos de acuerdo con el deber y por inclinación inmediata; y d) actos cumplidos por deber. La clave de todo esto se encuentra en las dos expresiones: "de acuerdo con el deber" y "por deber". Unos ejemplos ayudarán a entenderlo.

a)           Acto contrario al deber. Supóngase, una vez más, que alguien se está ahogando, y que dispongo de todos los medios para salvarlo; pero se trata de una persona a quien debo dinero, y entonces dejo que se ahogue. Está claro que se trata de un acto moralmente malo, contrario al deber, porque el deber mandaba salvarlo. El motivo que me ha llevado a obrar -a abstenerme de cualquier acto que pudiera salvar a quien se ahogaba- es evitar pagar lo que debo: he obrado por inclinación, y la inclinación es aquí mi deseo de no desprenderme del dinero, es mi avaricia.

b)           Acto de acuerdo con el deber, por inclinación mediata. Ahora el que se está ahogando en el río es una persona que me debe dinero a mí, y sé que si muere nunca podré recuperar ese dinero; entonces me arrojo al agua y lo salvo. En este caso, mi acto coincide con lo que manda el deber, y por eso decimos que se trata de un acto "de acuerdo" con el deber. Pero se trata de un acto realizado por inclinación, porque lo que me ha llevado a efectuarlo es mi deseo de recuperar el dinero que se me debe. Esa inclinación, además, es mediata, porque no tengo tendencia espontánea a salvar a esa persona, sino que la salvo sólo porque el acto de salvarla es un "medio" para recuperar el dinero que me debe. Por tanto no puede decirse que este acto sea moralmente malo, pero tampoco que sea bueno; propiamente es neutro desde el punto de vista ético, es decir, ni bueno ni malo.

c)           Acto de acuerdo con el deber, por inclinación inmediata. Supóngase que ahora quien se está ahogando y trato de salvar es alguien a quien amo. Se trata, evidentemente, de un acto que coincide con lo que el deber manda, es un acto "de acuerdo" con el deber. Pero como lo que me lleva a ejecutarlo es el amor, el acto está hecho por inclinación, que aquí es una inclinación inmediata, porque es directamente esa persona como tal (no como medio) lo que deseo salvar. Según Kant, también éste es un acto moralmente neutro.

d)           Acto por deber. Quien ahora se está ahogando es alguien a quien no conozco en absoluto, ni me debe dinero, ni lo amo, y mi inclinación es la de no molestarme por un desconocido; o, peor aun, imagínese que se trata de un aborrecido enemigo y que mi inclinación es la de desear su muerte. Sin embargo el deber me dice que debo salvarlo, como a cualquier ser humano, y entonces doblego mi inclinación, y con repugnancia inclusive, pero por deber, me esfuerzo por salvarlo.

Pues bien, de los cuatro casos examinados el único en que, según Kant, los encontramos con un acto moralmente bueno, es este último, puesto que es el único realizado por deber; no por inclinación ninguna, sino sólo por lo que el deber manda:

Precisamente en ello estriba el valor del carácter moral, del carácter que, sin comparación, es el supremo: en hacer el bien, no por inclinación, sino por deber.[10]


En forma de cuadro tendríamos que los actos pueden ser:

 en relación con el deber hechos por entonces el acto es:
a) contrarios al deber
inclinación
moralmente malo
b) de acuerdo con el deber
inclinación mediata
 moralmente neutro
c) de acuerdo con el deber
inclinación inmediata


d) independiente de toda inclinación
por deber
moralmente bueno


De todos modos, debe tenerse bien en cuenta que los que se han dado no son más que ejemplos, como ayuda para comprender el pensamiento de Kant. No hay que entenderlos como si diesen una especie de receta para saber cómo tenemos que actuar en un caso determinado. En la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Kant no se ocupa del hecho concreto, de la situación ante la cual nos pudiéramos encontrar en un momento dado; ni tampoco lo hace en la Crítica de la razón práctica. En la Fundamentación, Kant quiere, simplemente, explicarnos en qué consiste, en su naturaleza universal, el acto moral, el principio supremo de la moralidad.
Y la respuesta ya la sabemos: un acto será moralmente bueno sólo si está hecho "por deber". Pero esto no significa -como podrían sugerir algunos de los ejemplos anteriores- que el deber necesariamente, para ser tal, haya de estar en conflicto con las inclinaciones o ser indiferente a ellas. Puede darse la circunstancia de que hacia la realización de un acto me lleve una inclinación, y a la vez la noción del deber. Kant no dice, en modo alguno, que tenga que haber forzosamente un conflicto entre ambos principios, si bien algunos intérpretes han caído en este error. Al respecto puede recordarse un famoso epigrama de Schiller (1759-1805), poeta y también filósofo. El epigrama se burla de esta teoría kantiana de la oposición entre las inclinaciones y el deber; o, para decirlo más exactamente, se burla de las deformaciones de que es susceptible. Un discípulo habla con su maestro de ética y le dice que ayuda a sus amigos, pero como son amigos, esa ayuda él la realiza con gusto, con inclinación, puesto que los estima; y entonces le remuerde la conciencia, pensando que quizás él no sea virtuoso, puesto que en su actitud hay inclinación, y no el deber solamente. El maestro le contesta que entonces debe esforzarse por odiarlos, y luego cumplir con el deber:

Escrúpulo de conciencia 
Con gusto sirvo a los amigos, mas desdichadamente lo hago con inclinación,  y así a menudo me atormenta la idea de no ser virtuoso.
Decisión 
No hay otro recurso; debes intentar despreciarlos,  y cumplir entonces con horror lo que el deber te ordena.

Pero repetimos que se trata de una exageración y de una mala interpretación. Kant no quiere decir que debamos intentar odiar a una persona (como si, además, el odio dependiese de la voluntad) para que después, odiándola, el deber nos obligue a ayudarla. Desde luego, si se presenta el caso en el que odio a una persona, y sin embargo tengo conciencia de que mi deber consiste en ayudarla, el deber resalta con mayor claridad. Pero de ninguna manera Kant pretende que suprimamos nuestro amor, nuestros afectos, etc., sino que lo único que exige es que distingamos los dos motivos: mi amistad por una persona, por ejemplo, y lo que el deber manda; y si me doy cuenta de que obro llevado, no sólo por mi amistad, sino, fundamentalmente por el deber, entonces, y sólo entonces, mi acto será moralmente bueno.


4. El imperativo categórico


El valor moral de la acción, entonces, no reside en aquello que se quiere lograr, no depende de la realización del objeto de la acción, sino que consiste única y exclusivamente en el principio por el cual se la realiza, prescindiendo de todos los objetos de la facultad de desear. Ese principio por el cual se realiza un acto, Kant lo ¡lama máxima de la acción; es decir, el principio o fundamento subjetivo del acto, el principio que de hecho me lleva a obrar, aquel lo por lo cual concretamente realizo el acto.
Con esto nos encontramos en condiciones de formular de manera rigurosa, y en forma de imperativo, lo que se lleva dicho. Kant formula el imperativo categórico en los siguientes términos:

Obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal.[11]

Lo cual significa que sólo obramos moralmente cuando podemos querer que el principio de nuestro querer se convierta en ley válida para todos.
Esta fórmula, que puede parecer muy abstracta, coincide en el fondo con la siguiente: "no nos convirtamos jamás en excepciones"; con lo cual se quiere significar que lo decisivo para determinar el valor moral del acto es saber si la máxima de mi acción (aquello por lo que obro) es meramente un principio sobre la base del cual yo circunstancialmente- decido obrar, o bien es una máxima que al mismo tiempo la consideramos válida para cualquier otra persona. Supóngase que me encuentro en una dificultad, y que, para escapar de ella, decido hacer una falsa promesa, una promesa mentirosa. Entonces nos preguntamos: ¿podemos convertir en universal este principio, el de mentir cuando uno se encuentra en dificultades? Y en cuanto pensamos qué sería esta máxima convertida en ley universal, nos damos cuenta de que es imposible, que se anula a sí misma: porque si todos los hombres obrasen según esta máxima, nadie creería en la palabra de los demás, nadie creería en las promesas, y por tanto se anularía toda promesa y toda palabra:

bien pronto me convenzo de que, si bien puedo querer la mentira [para escaparme de una dificultad], no puedo querer, empero, una ley universal de mentir; pues, según esta ley, no habría propiamente ninguna promesa, porque sería vano fingir a otros mi voluntad respecto de mis futuras acciones, pues no creerían ese mi fingimiento [...]; por tanto, mi máxima, tan pronto como se tornase ley universal, destruiríase a sí misma.[12]  

La mentira, la deslealtad, están en contradicción consigo mismas, y sólo son posibles siempre que no se conviertan en ley universal de las acciones humanas, porque si se convierten en ley universal, repetimos, las palabras y las promesas desaparecerían. Por eso el mentiroso quiere mentir a los demás, pero no quiere que se le mienta a él; se considera a sí mismo como excepción, autorizado para mentir, pero niega tal autorización a los demás. En el mentiroso se da, pues, una contradicción entre su ser sensible, las inclinaciones, que son las que en un momento dado lo llevan a mentir, y la razón, que exige universalidad. Nótese que incluso los delincuentes tienen su propia "moral": roban, pero se castigan entre sí cuando uno de ellos roba al otro; de modo tal que entre ellos también se admite, tácita u oscuramente, que la ley moral tiene que valer para todos (en este caso, el "todos" de la banda).

Kant enuncia el imperativo categórico de diversas maneras, de las cuales nos interesa ahora la fórmula del "fin en sí mismo". El argumento es en síntesis el siguiente: Toda acción se orienta hacia un fin. Pero hay dos tipos de fines. Por una parte, hay fines subjetivos, relativos y condicionados; son aquellos a que se refieren las inclinaciones y sobre los que se fundan los imperativos hipotéticos; v. gr., si deseo poseer una casa (fin), debo ahorrar (medio). Pero hay además, según se sabe, un imperativo que manda absolutamente, el imperativo categórico, lo cual significa que -además de los fines relativos- tiene que haber fines objetivos o absolutos que constituyan el fundamento de dicho imperativo; fines absolutamente buenos (y no para tal o cual cosa), fines en sí. Ahora bien, lo único absolutamente bueno es la buena voluntad (cf. § 2), Y como ésta sólo la conocemos en los seres racionales, en las personas, resulta que el hombre es fin en sí mismo, y Kant puede escribir:

Obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en ¡a persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio.[13] 

Se obra inmoralmente cuando a una persona se la considera nada más que como medio o "instrumento" para obtener algún fin. En efecto, lo moralmente aborrecible de la esclavitud o de la prostitución, por ejemplo, reside en que en tales casos un ser humano es usado, y no se lo considera como fin en sí mismo; es nada más que medio para un fin. El esclavo no es nada más que un medio o instrumento para picar piedras, y el esclavista no ve en él algo distinto de lo que sería, por ejemplo, un caballo en la noria o un asno que transporta cargas. Se está igualando así al hombre con un animal o con una máquina. Cuando en una actividad burocrática o social, v. gr., a una persona la utilizamos, y la consideramos nada más que como un medio, nos estamos comportando inmoralmente.


5. La libertad


El hombre obra suponiendo que es libre; porque, en efecto, el deber, la ley moral, implica la libertad, así como ésta la ley.
Dentro del mundo fenoménico (el único, según Kant, que podemos conocer), todo lo que ocurre está rigurosamente determinado según la ley de causalidad; no hay ningún hecho que no tenga su causa, la cual a su vez tiene la suya, y así al infinito. Ahora bien, también la vida psíquica del hombre es parte de la naturaleza; cada estado psíquico tiene su causa, y ésta la suya, etc. De manera que también nos encontramos aquí con un riguroso determinismo psíquico.
Está claro que, dentro de un orden causal estrictamente determinado no puede hablarse de libertad; en la naturaleza no hay lugar para el deber (cf. § 1). Si una roca se desprende de la montaña y mata a una persona, a nadie se le ocurrirá censurar moralmente a la roca, porque su caída es un puro hecho natural, que considerado por sí mismo no es ni bueno ni malo. Por lo tanto, si el hombre fuera un ente puramente natural, la conciencia moral carecería absolutamente de sentido.
Pero la conciencia moral es un hecho indisputable, un "hecho de la razón" -tanto como lo es la ciencia natural y su exigencia determinista. Y el hecho del deber señala que el hombre no se agota en su aspecto natural, sensible; por el contrario, la conciencia moral, incompatible con el determinismo, exige suponer que en el hombre hay, además del fenoménico, un aspecto inteligible o nouménico, donde no rige el determinismo natural, sino la libertad. Ésta es la única manera de comprender la presencia en nosotros del deber, pues sólo tiene sentido hablar de actos morales (buenos o malos) si se supone que el hombre es libre.
Es cierto que no podemos conocer que somos libres, pero nada nos impide pensarlo, según lo ha enseñado la tercera antinomia (cf. §21). Sabemos[14] que el término "conocimiento" tiene para Kant sentido muy restringido, de tal modo que sólo puede hablarse de "conocimiento" dentro del dominio de la experiencia. Aquí se trata, entonces, no de que se "conozca" la libertad, sino de que para comprender el hecho de la conciencia moral es preciso postular la libertad, esto es, que de alguna manera que no podemos explicar, somos capaces de obrar de modo de iniciar radicalmente una nueva cadena causal, sin estar determinados a ello. La libertad es, pues, una suposición necesaria para pensar el hecho de la conciencia moral:

Vale sólo como necesaria suposición de la razón en un ser que crea tener conciencia de una voluntad, esto es, de una facultad diferente de la mera facultad de desear (la facultad de determinarse a obrar como inteligencia, según leyes de la razón, pues, independientemente de los instintos naturales). Mas dondequiera que cesa la determinación por leyes naturales, allí también cesa toda explicación [...] [15]

Siempre que hablamos de conciencia moral o hacemos juicios morales, tácitamente suponemos la libertad. Porque si alguien comete un crimen bajo la acción de una droga, por ejemplo, no consideraremos responsable a esa persona, ni, por tanto, condenable, ni diremos propiamente que el acto realizado es moralmente malo, y no lo haremos porque el individuo del caso no ha obrado libremente, sino que, por efecto de la droga, su conducta era una conducta forzada, necesaria, determinada por causas naturales, y por eso no calificable moralmente. Kant puede decir entonces

que la libertad es sin duda la ratio essendi de la ley moral, pero la ley moral es la
ratio cognoscendi de la libertad,[16] 

es decir, que la ley moral es la razón de que "sepamos" de la libertad, así como la libertad es la razón o fundamento de que haya ley moral, su condición de posibilidad.[17]
6. El primado de la razón práctica. 
Los postulados: libertad, inmortalidad y existencia de Dios


Se ha establecido que es imposible conocer teoréticamente nada respecto de los objetos de la metafísica especial: la libertad, la inmortalidad del alma y Dios. Si bien estas ideas, o, más exactamente, los objetos a que estas ideas apuntan, son perfectamente pensables sin contradicción, no son más que Ideas, es decir, conceptos de por sí vacíos, pues no hay intuición que les corresponda. La libertad representa un caso especial; es preciso admitir su existencia pues de otro modo la conciencia moral resultaría un absurdo (§ 5); en tal sentido, como condición necesaria de la posibilidad de la moral -que es un hecho del cual no cabe dudar-, la libertad es

la única entre todas las Ideas de la razón especulativa cuya posibilidad a priori sabemos, aunque sin comprenderla sin embargo, porque ella es la condición de la ley moral, ley que nosotros sabemos.[18]

En cuanto a las otras dos Ideas, Dios y la inmortalidad.

no son empero condiciones de la ley moral, sino sólo condiciones del objeto necesario de una voluntad determinada por esa ley, es decir, del uso meramente práctico de nuestra razón pura: así pues de esas Ideas también podemos afirmar que no conocemos ni inteligimos [einzusehen], no digo tan sólo la realidad, sino ni siquiera la posibilidad. Pero sin embargo son ellas las condiciones de la aplicación de la voluntad, moralmente determinada, a su objeto que le es dado a priori (el supremo bien). Por consiguiente, su posibilidad puede y debe ser admitida en esta relación práctica, sin conocerla e inteligirla, sin embargo, teóricamente.[19]

Resulta pues que la razón práctica tiene el primado sobre la razón teórica o especulativa, esto es, que el interés de la moralidad -que es necesariamente absoluto- autoriza suposiciones teoréticas sin las cuales no podríamos realizar la moral; los fines de la razón práctica prevalecen sobre los de la razón especulativa, la moral sobre el conocimiento.
La ley moral exige el cumplimiento más perfecto, es decir, en definitiva, la realización de la Idea de santidad (Sec. II, § 3), Idea práctica "que necesariamente tiene que servir de modelo" para los seres racionales finitos, pues ella "les pone constante y justamente ante los ojos la ley moral pura". Mas el hombre, por ser finito, no puede alcanzar tal ideal en las condiciones del mundo sensible; por ende, aproximarse a tal modelo "en lo infinito, es lo único que corresponde”[20] a un ser tal. Virtud es "la intención [o disposición de ánimo
exclusivamente del aspecto sensible, y en tanto ciencia pareciera que no puede hacer otra cosa. De tal modo pretende explicar determinada conducta aduciendo que el individuo del caso es extrovertido, neurótico, frustrado, etc., que su mecanismo de represión no ha funcionado como habitualmente lo hace, etc.; y todo eso bien puede ser cierto, pero con ello no se agota la cuestión, sino que se ha hecho referencia nada más que a un aspecto de ese individuo, dejando de lado lo decisivo, lo propiamente personal, es decir, el hombre como libertad -o, como se dirá después (cf. Cap. XIV, 12), como poder- ser. Esa insuficiencia de la psicología sólo puede corregirse en la medida en que no se olvide que el hombre tiene su centro en la libertad de sus decisiones, en que todo lo que en él es determinación sólo toma sentido en cada caso en función de sus intransferibles posibilidades (cf. W. LUYPEN. Fenomenología existencial, trad. esp., Buenos Aires, Lohlé, 1967. pp. 153-154). Pero a la vez es preciso no pasar por alto que el acto libre, por ser tal, no puede ser objeto de conocimiento.
(Gesinnung)] moral en la lucha[21] continua y victoriosa contra las inclinaciones, en busca de perfecta -aunque inalcanzable- purificación”. Como la perfección moral es "prácticamente necesaria", sólo se la podrá alcanzar "en un progreso que va al infinito"; y como ese progreso al infinito "sólo es posible bajo el supuesto de una existencia y personalidad duradera en lo infinito del mismo ser racional"[22], resultará que el alma es inmortal.
La virtud es el único bien incondicionado (cf. § 1), es el honum supremum o el bien superior (das oberste Gut)[23]; pero además Kant llama bien supremo (höchstes Gut) el que comprende en sí además el bien acabado (vollendetes Gut, bonum consumatum), es decir, todos los bienes condicionados -como lo útil, lo agradable, etc.-, en una palabra, el estado de contento que llamamos felicidad, la mayor satisfacción posible y duradera de las inclinaciones:[24] "el estado de un ser racional en el mundo al cual, en el conjunto de su existencia, le va todo según su deseo y voluntad"[25].
Está claro que la virtud merece la felicidad; pero también lo está que la virtud no la garantiza, y que de hecho nos encontramos frecuentemente con que no halla la felicidad merecida. Pero si ha de darse tal correspondencia entre virtud y felicidad, es preciso que haya un poder omnisciente, omnipotente e infinitamente justo capaz de dispensar la felicidad merecida, i.e.. Dios.

Ahora bien, era un deber para nosotros fomentar el supremo bien; por consiguiente, no sólo era derecho, sino también necesidad unida con el deber, como exigencia, presuponer la posibilidad de este bien supremo, lo cual, no ocurriendo más que bajo la condición de la existencia de Dios, enlaza inseparablemente la presuposición del mismo con el deber, es decir, que es moralmente necesario admitir la existencia de Dios.[26]

Pero es preciso fijarse bien en que estos postulados no son pruebas especulativas o demostraciones de la razón teórica, pues no nos dan "conocimiento" ninguno de lo suprasensible. Son sólo "supuestos" de la moralidad, de la ley "por la cual la razón determina inmediatamente la voluntad".[27] Escribe Kant:

Estos postulados no son dogmas teóricos, sino presuposiciones en sentido necesariamente práctico; por tanto, si bien no ensanchan el conocimiento especulativo, dan, empero, realidad objetiva a las Ideas de la razón especulativa en general (por medio de su relación con lo práctico) y la autorizan para formular conceptos que sin eso no podría pretender afirmar ni siquiera en su posibilidad.[28]


7. Conocimiento y moral


Puede afirmarse, en conclusión, que el aspecto más decisivo de la filosofía kantiana se encuentra en el reconocimiento del valor de la persona humana, en la cual se pone de relieve su índole activa, en general, y ética en especial. La persona, el sujeto, no es una cosa, sino que más bien las cosas son "productos" del sujeto, porque en éste tienen su origen la legalidad y el orden del mundo fenoménico, la estricta causalidad y mecanicismo que allí dominan -según enseña la Crítica de la razón pura. Pero el sujeto mismo, por su parte, no está sometido a tales leyes; éstas surgen de él, no él de ellas. Considerado en su aspecto noúmenico, como sujeto moral, es persona, vale decir un ente libre, pleno de dignidad- y ésta es la enseñanza de la Crítica de la razón práctica. De tal manera puede apreciarse la rigurosa complementación e íntima solidaridad de las dos primeras Críticas, y a la vez puede comprenderse el profundo sentido de las palabras que Kant escribe hacia el final de la Crítica de la razón práctica -palabras que luego se inscribieron en la tumba del filósofo:

Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto siempre nuevos y crecientes, cuanto con más frecuencia y aplicación se ocupa de ellas la reflexión: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mí.[29] 

En este pasaje se refiere Kant a los dos grandes temas de que se ocupa en la Crítica de la razón pura y en la Crítica de la razón práctica, respectivamente. El cielo estrellado simboliza aquí la naturaleza, el maravilloso orden y armonía que en ella domina (y que están fundados en las leyes que la propia razón dicta); el otro objeto de admiración reside en ese otro mundo, que ya no es el sensible, sino el inteligible: el de la libertad, el mundo de la persona moral.



 SECCIÓN II.  LA FILOSOFÍA PRÁCTICA


I. La conciencia moral


Según habrá podido apreciarse, la actitud de Kant frente a la metafísica -v, por tanto, frente a lo absoluto: frente a los problemas del alma, del mundo y de Dios- es en cierto modo ambigua o vacilante. Porque, de un lado, afirma que no conocemos lo absoluto, ni podemos conocerlo, puesto que todo conocimiento humano se ciñe a los límites de la experiencia, al mundo de los fenómenos. Pero, por otro lado, como el hombre es un ente dotado de razón, y la razón es la facultad de lo incondicionado, la metafísica es una disposición natural del hombre (cf. § 20) y por tanto necesaria para éste. Tal como declara Kant en el Prefacio a la primera edición de la Crítica,[30] las cuestiones metafísicas la de Dios, la del mundo, la del alma, la de la libertad- son asuntos que jamás pueden serle indiferentes al hombre, como se ve por la circunstancia de que cada uno de nosotros toma siempre una posición al respecto (afirmando o negando la libertad, o la existencia de Dios, etc.). Este estado de cosas, esta ambigüedad en que se coloca Kant frente a la metafísica, parece forzarnos a tratar de resolver lo que no es sino una aparente contradicción.
Kant busca una solución, pero no en el campo de la razón teorética, no en el campo del conocimiento (porque en éste tenemos que atenernos a los fenómenos), sino en el campo moral, en el campo de la razón práctica (como llama Kant a la razón en tanto determina la acción del hombre).
En efecto, no conocemos lo absoluto; pero sin embargo tenemos un cierto acceso, una especie de "contacto", por así decirlo, con lo absoluto o, mejor, con algo absoluto. Este contacto se da en la conciencia moral, es decir, la conciencia del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, de lo que debemos hacer y de lo que no debemos hacer. La conciencia moral significa, según Kant, algo así como la presencia de lo absoluto o de algo absoluto en el hombre.
Ahora dejamos enteramente de lado las diferencias entre lo que cada cual entiende por bien o por mal, o lo que debe concretamente hacer o no hacer; en este punto no interesan esas diferencias, no interesa el contenido concreto de la conciencia moral, ni menos que se la escuche o desoiga, sino que interesa sólo la conciencia moral misma, simplemente el hecho de que todos hacemos constantemente discriminaciones de orden ético. Y afirmamos entonces que en la conciencia moral se da un contacto con algo absoluto porque la conciencia moral es la conciencia del deber, es decir, la conciencia que manda de modo absoluto, la conciencia que ordena de modo incondicionado. La conciencia moral no nos dice, por ejemplo: "hay que hacer tal cosa para congraciarse con Fulano"; tal mandato no es expresión de la conciencia moral, sino un criterio de "conveniencia" práctica, una regla de sagacidad o prudencia (Klugheit) La conciencia moral, en cambio, es la que dice: "Debo hacer tal o cual cosa, porque es mi deber hacerlo", y ello aunque me cueste la vida, o la fortuna, o lo que fuere. Podrá ocurrir que no cumplamos nuestro deber, pero tal circunstancia se la excluye de nuestra consideración, porque no interesa ahora lo que efectivamente hacemos, sino que interesa sólo fijarnos en esta exigencia según la cual algo debe ser, aunque de hecho no sea y aunque quizá nunca sea. Lo que el deber manda, repetimos, lo manda sin restricción ni condición ninguna; "debo hacer esto", pero no porque ello me vaya a dar alguna satisfacción, o me granjee amigos o fortuna, sino tan sólo porque es mi deber.
La conciencia moral es entonces la conciencia de una exigencia absoluta, exigencia que no se explica y que no tiene ningún sentido desde el punto de vista de los fenómenos de la naturaleza. Porque en la naturaleza no hay deber, sino únicamente el suceder de acuerdo con las causas; no es que una piedra deba o no deba (moralmente) caer; la piedra cae sin más. La naturaleza es el reino del ser, de cosas que simplemente son; mientras que la conciencia moral es el reino de lo que debe ser. (Por ello resultará siempre radicalmente insuficiente todo intento por explicar la conciencia moral mediante la psicología o la sociología y, en general, mediante cualquier ciencia; puesto que las ciencias se refieren -dicho en términos de Kant- a la naturaleza, donde las cosas simplemente son, y allí todo, según vimos, ocurre según leyes necesarias, no según libertad. Por ello será también vano todo ensayo de fundar la moral sobre base empírica, como, por ejemplo, sobre el concepto de felicidad, tal como hizo Aristóteles, cf. Cap. VI, § 8). En el dominio de la naturaleza está todo condicionado según leyes causales. En la conciencia moral, en cambio, aparece un imperativo que manda de modo incondicionado, un imperativo "categórico". La conciencia moral dice, por ejemplo: "no mentirás", sin someter este mandamiento a ninguna condición. No dice que no deba mentir en tales o cuales circunstancias para lograr así una recompensa, porque esto no sería exigencia moral, sino expresión de astucia; en efecto, al decir: "Si quiero ganar dinero, no debo mentir", hay aquí un imperativo, una orden ("no debo mentir"), pero el imperativo está sujeto a una condición (la de que quiera ganar dinero); mas si no quiero ganarlo, el imperativo deja de valer. Este tipo de imperativo lo llama Kant "hipotético". Pero los imperativos morales son incondicionados, es decir, categóricos, porque lo que el imperativo manda lo manda sin más, sin ninguna condición (otra cuestión será, repetimos, que se lo obedezca, o que, según ocurre frecuentemente, se lo infrinja).


2. La buena voluntad


Kant comienza la Fundamentación de la metafísica de las costumbres (ésta y la Crítica de la razón práctica son las dos obras principales dedicadas por Kant al tema moral) con un famoso pasaje, solemne y a la vez inspirado:

Ni en el mundo, ni, en general, tampoco fuera del mundo, es posible pensar nada que pueda considerarse como bueno sin restricción, a no ser tan sólo una voluntad.[31]                 buena

¿Qué significa esto? El dinero, por ejemplo, es bueno; puede servir para comprar libros, o para hacer un viaje. Pero también puede servir para corromper a una persona, para degradarla, para sobornar a un funcionario venal. Por ende, el dinero es bueno, no de modo absoluto, sino sólo de modo relativo: dependerá de cómo se lo emplee. De manera semejante, la inteligencia es también buena, porque sirve para aprender mejor lo que se estudia, para comprenderlo más a fondo, para desempeñarse mejor en tal o cual ocupación, etc. Pero si esa inteligencia se la emplea para planear el robo de un banco, esa inteligencia no es buena. La inteligencia se la puede usar tanto para el bien cuanto para el mal; por tanto, es buena sólo relativamente.
La buena voluntad, en cambio, es absolutamente buena, en ninguna circunstancia puede ser mala. Lo único que en el mundo, o aun fuera de él, es absolutamente bueno, es la buena voluntad. Aquí "mundo" quiere decir nuestro mundo empírico; pero Kant afirma que, aun haciendo abstracción de todas las condiciones empíricas, aun si pensásemos en otro mundo más allá de éste, aun si pensásemos en un Dios, también de Él valdría lo que se acaba de sostener: que sólo la buena voluntad es absolutamente buena. Y poco más adelante escribe Kant:

La buena voluntad no es buena por lo que efectúe o realice, no es buena por su adecuación para alcanzar algún fin que nos hayamos propuesto; es buena sólo por el querer, es decir, es buena en sí misma.[32]

Tres ejemplos ayudarán a comprender este pasaje. Primer caso: Supóngase que una persona se está ahogando en el río; trato de salvarla, hago todo lo que me sea posible para salvarla, pero no lo logro y se ahoga. Segundo: Una persona se está ahogando en el río, trato de salvarla, y finalmente la salvo. Tercero: Una persona se está ahogando; yo, por casualidad, pescando con una gran red, sin darme cuenta la saco con algunos peces, y la salvo.
Lo "efectuado o realizado", según se expresa Kant, es el salvamento de quien estaba a punto de ahogarse: en el primer caso, no se lo logra; en los otros dos sí. En cuanto se pregunta por el valor moral de estos actos, fácilmente coincidirá todo el mundo en que el tercer acto no lo tiene, a pesar de que allí se ha realizado el salvamento; y carece de valor moral porque ello ocurrió sin que yo tuviera la intención o voluntad de realizarlo, sino que fue obra de la casualidad: el acto, entonces, es moralmente indiferente, ni bueno ni malo. Los otros dos actos, en cambio, son actos de la buena voluntad, es decir, moralmente buenos, y -aunque en el primer caso no se haya logrado realizar lo que se quería, y en el segundo sí- tienen el mismo valor, porque éste es independiente de lo realizado: Kant dice que "la buena voluntad no es buena por lo que efectúe o realice", sino que "es buena en sí misma"-. Lo que Kant sostiene, pues, no es nada extravagante, a pesar de que ciertas exposiciones o críticas de su ética la presenten en forma bastante peregrina. Kant no se propone aquí otra cosa sino aclarar las nociones morales de que todos participamos de manera implícita: simplemente quiere explicitarlas, formularlas con rigor, y fundamentarlas. Y la prueba de que no hace sino aclarar el
"conocimiento moral vulgar",[33] se encuentra en que seguramente todo el mundo estará de acuerdo en la valoración de casos como los propuestos.


3. El deber


Ahora bien, el deber no es nada más que la buena voluntad, "si bien bajo ciertas restricciones y obstáculos subjetivos",[34] colocada bajo ciertos impedimentos que le impiden manifestarse por sí sola. Porque el hombre no es un ente meramente racional, sino también sensible; en él conviven dos mundos: el mundo sensible y el mundo inteligible (cf. § 23). Por ello sus acciones están determinadas, en parte, por la razón; pero, de otra parte, por lo que Kant llama inclinaciones: el amor, el odio, la simpatía, el orgullo, la avaricia, el placer, los gustos, etc. De modo que se da en el hombre una especie de juego y conflicto entre la racionalidad y las inclinaciones, entre la ley moral y "la imperfección subjetiva de la voluntad”[35] humana. La buena voluntad se manifiesta en cierta tensión o lucha contra las inclinaciones, como exigencia que se opone a éstas. En la medida en que ocurre tal conflicto, la buena voluntad se llama deber. En cambio, si hubiese una voluntad puramente racional, sobre la cual no tuviesen influencia ninguna las inclinaciones, sería, en términos de Kant, una voluntad santa, es decir, una voluntad perfectamente buena. Y esta voluntad, por ser perfectamente buena, por estar libre de toda inclinación, realizaría la ley moral de manera espontánea, digamos, no constreñida por una obligación. Y por tanto para esa voluntad santa, el "deber" no tendría propiamente sentido: "el 'debe ser' no tiene aquí lugar adecuado, porque el querer ya de suyo coincide necesariamente con la ley."[36] En el hombre, en cambio, la ley moral se presenta con carácter de exigencia o mandato.

En función de todo lo anterior, pueden distinguirse cuatro tipos de actos, según sea el motivo de los mismos: a) actos contrarios al deber; b) actos de acuerdo con el deber y por inclinación mediata; c) actos de acuerdo con el deber y por inclinación inmediata; y d) actos cumplidos por deber. La clave de todo esto se encuentra en las dos expresiones: "de acuerdo con el deber" y "por deber". Unos ejemplos ayudarán a entenderlo.

e)           Acto contrario al deber. Supóngase, una vez más, que alguien se está ahogando, y que dispongo de todos los medios para salvarlo; pero se trata de una persona a quien debo dinero, y entonces dejo que se ahogue. Está claro que se trata de un acto moralmente malo, contrario al deber, porque el deber mandaba salvarlo. El motivo que me ha llevado a obrar -a abstenerme de cualquier acto que pudiera salvar a quien se ahogaba- es evitar pagar lo que debo: he obrado por inclinación, y la inclinación es aquí mi deseo de no desprenderme del dinero, es mi avaricia.

f)            Acto de acuerdo con el deber, por inclinación mediata. Ahora el que se está ahogando en el río es una persona que me debe dinero a mí, y sé que si muere nunca podré recuperar ese dinero; entonces me arrojo al agua y lo salvo. En este caso, mi acto coincide con lo que manda el deber, y por eso decimos que se trata de un acto "de acuerdo" con el deber. Pero se trata de un acto realizado por inclinación, porque lo que me ha llevado a efectuarlo es mi deseo de recuperar el dinero que se me debe. Esa inclinación, además, es mediata, porque no tengo tendencia espontánea a salvar a esa persona, sino que la salvo sólo porque el acto de salvarla es un "medio" para recuperar el dinero que me debe. Por tanto no puede decirse que este acto sea moralmente malo, pero tampoco que sea bueno; propiamente es neutro desde el punto de vista ético, es decir, ni bueno ni malo.

g)           Acto de acuerdo con el deber, por inclinación inmediata. Supóngase que ahora quien se está ahogando y trato de salvar es alguien a quien amo. Se trata, evidentemente, de un acto que coincide con lo que el deber manda, es un acto "de acuerdo" con el deber. Pero como lo que me lleva a ejecutarlo es el amor, el acto está hecho por inclinación, que aquí es una inclinación inmediata, porque es directamente esa persona como tal (no como medio) lo que deseo salvar. Según Kant, también éste es un acto moralmente neutro.

h)           Acto por deber. Quien ahora se está ahogando es alguien a quien no conozco en absoluto, ni me debe dinero, ni lo amo, y mi inclinación es la de no molestarme por un desconocido; o, peor aun, imagínese que se trata de un aborrecido enemigo y que mi inclinación es la de desear su muerte. Sin embargo el deber me dice que debo salvarlo, como a cualquier ser humano, y entonces doblego mi inclinación, y con repugnancia inclusive, pero por deber, me esfuerzo por salvarlo.

Pues bien, de los cuatro casos examinados el único en que, según Kant, los encontramos con un acto moralmente bueno, es este último, puesto que es el único realizado por deber; no por inclinación ninguna, sino sólo por lo que el deber manda:

Precisamente en ello estriba el valor del carácter moral, del carácter que, sin comparación, es el supremo: en hacer el bien, no por inclinación, sino por deber.[37]


En forma de cuadro tendríamos que los actos pueden ser:

 en relación con el deber hechos por entonces el acto es:
a) contrarios al deber
inclinación
moralmente malo
b) de acuerdo con el deber
inclinación mediata
 moralmente neutro
c) de acuerdo con el deber
inclinación inmediata


d) independiente de toda inclinación
por deber
moralmente bueno


De todos modos, debe tenerse bien en cuenta que los que se han dado no son más que ejemplos, como ayuda para comprender el pensamiento de Kant. No hay que entenderlos como si diesen una especie de receta para saber cómo tenemos que actuar en un caso determinado. En la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Kant no se ocupa del hecho concreto, de la situación ante la cual nos pudiéramos encontrar en un momento dado; ni tampoco lo hace en la Crítica de la razón práctica. En la Fundamentación, Kant quiere, simplemente, explicarnos en qué consiste, en su naturaleza universal, el acto moral, el principio supremo de la moralidad.
Y la respuesta ya la sabemos: un acto será moralmente bueno sólo si está hecho "por deber". Pero esto no significa -como podrían sugerir algunos de los ejemplos anteriores- que el deber necesariamente, para ser tal, haya de estar en conflicto con las inclinaciones o ser indiferente a ellas. Puede darse la circunstancia de que hacia la realización de un acto me lleve una inclinación, y a la vez la noción del deber. Kant no dice, en modo alguno, que tenga que haber forzosamente un conflicto entre ambos principios, si bien algunos intérpretes han caído en este error. Al respecto puede recordarse un famoso epigrama de Schiller (1759-1805), poeta y también filósofo. El epigrama se burla de esta teoría kantiana de la oposición entre las inclinaciones y el deber; o, para decirlo más exactamente, se burla de las deformaciones de que es susceptible. Un discípulo habla con su maestro de ética y le dice que ayuda a sus amigos, pero como son amigos, esa ayuda él la realiza con gusto, con inclinación, puesto que los estima; y entonces le remuerde la conciencia, pensando que quizás él no sea virtuoso, puesto que en su actitud hay inclinación, y no el deber solamente. El maestro le contesta que entonces debe esforzarse por odiarlos, y luego cumplir con el deber:

Escrúpulo de conciencia 
Con gusto sirvo a los amigos, mas desdichadamente lo hago con inclinación,  y así a menudo me atormenta la idea de no ser virtuoso.
Decisión 
No hay otro recurso; debes intentar despreciarlos,  y cumplir entonces con horror lo que el deber te ordena.

Pero repetimos que se trata de una exageración y de una mala interpretación. Kant no quiere decir que debamos intentar odiar a una persona (como si, además, el odio dependiese de la voluntad) para que después, odiándola, el deber nos obligue a ayudarla. Desde luego, si se presenta el caso en el que odio a una persona, y sin embargo tengo conciencia de que mi deber consiste en ayudarla, el deber resalta con mayor claridad. Pero de ninguna manera Kant pretende que suprimamos nuestro amor, nuestros afectos, etc., sino que lo único que exige es que distingamos los dos motivos: mi amistad por una persona, por ejemplo, y lo que el deber manda; y si me doy cuenta de que obro llevado, no sólo por mi amistad, sino, fundamentalmente por el deber, entonces, y sólo entonces, mi acto será moralmente bueno.


4. El imperativo categórico


El valor moral de la acción, entonces, no reside en aquello que se quiere lograr, no depende de la realización del objeto de la acción, sino que consiste única y exclusivamente en el principio por el cual se la realiza, prescindiendo de todos los objetos de la facultad de desear. Ese principio por el cual se realiza un acto, Kant lo ¡lama máxima de la acción; es decir, el principio o fundamento subjetivo del acto, el principio que de hecho me lleva a obrar, aquel lo por lo cual concretamente realizo el acto.
Con esto nos encontramos en condiciones de formular de manera rigurosa, y en forma de imperativo, lo que se lleva dicho. Kant formula el imperativo categórico en los siguientes términos:

Obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal.[38]

Lo cual significa que sólo obramos moralmente cuando podemos querer que el principio de nuestro querer se convierta en ley válida para todos.
Esta fórmula, que puede parecer muy abstracta, coincide en el fondo con la siguiente: "no nos convirtamos jamás en excepciones"; con lo cual se quiere significar que lo decisivo para determinar el valor moral del acto es saber si la máxima de mi acción (aquello por lo que obro) es meramente un principio sobre la base del cual yo circunstancialmente- decido obrar, o bien es una máxima que al mismo tiempo la consideramos válida para cualquier otra persona. Supóngase que me encuentro en una dificultad, y que, para escapar de ella, decido hacer una falsa promesa, una promesa mentirosa. Entonces nos preguntamos: ¿podemos convertir en universal este principio, el de mentir cuando uno se encuentra en dificultades? Y en cuanto pensamos qué sería esta máxima convertida en ley universal, nos damos cuenta de que es imposible, que se anula a sí misma: porque si todos los hombres obrasen según esta máxima, nadie creería en la palabra de los demás, nadie creería en las promesas, y por tanto se anularía toda promesa y toda palabra:

bien pronto me convenzo de que, si bien puedo querer la mentira [para escaparme de una dificultad], no puedo querer, empero, una ley universal de mentir; pues, según esta ley, no habría propiamente ninguna promesa, porque sería vano fingir a otros mi voluntad respecto de mis futuras acciones, pues no creerían ese mi fingimiento [...]; por tanto, mi máxima, tan pronto como se tornase ley universal, destruiríase a sí misma.[39]  

La mentira, la deslealtad, están en contradicción consigo mismas, y sólo son posibles siempre que no se conviertan en ley universal de las acciones humanas, porque si se convierten en ley universal, repetimos, las palabras y las promesas desaparecerían. Por eso el mentiroso quiere mentir a los demás, pero no quiere que se le mienta a él; se considera a sí mismo como excepción, autorizado para mentir, pero niega tal autorización a los demás. En el mentiroso se da, pues, una contradicción entre su ser sensible, las inclinaciones, que son las que en un momento dado lo llevan a mentir, y la razón, que exige universalidad. Nótese que incluso los delincuentes tienen su propia "moral": roban, pero se castigan entre sí cuando uno de ellos roba al otro; de modo tal que entre ellos también se admite, tácita u oscuramente, que la ley moral tiene que valer para todos (en este caso, el "todos" de la banda).

Kant enuncia el imperativo categórico de diversas maneras, de las cuales nos interesa ahora la fórmula del "fin en sí mismo". El argumento es en síntesis el siguiente: Toda acción se orienta hacia un fin. Pero hay dos tipos de fines. Por una parte, hay fines subjetivos, relativos y condicionados; son aquellos a que se refieren las inclinaciones y sobre los que se fundan los imperativos hipotéticos; v. gr., si deseo poseer una casa (fin), debo ahorrar (medio). Pero hay además, según se sabe, un imperativo que manda absolutamente, el imperativo categórico, lo cual significa que -además de los fines relativos- tiene que haber fines objetivos o absolutos que constituyan el fundamento de dicho imperativo; fines absolutamente buenos (y no para tal o cual cosa), fines en sí. Ahora bien, lo único absolutamente bueno es la buena voluntad (cf. § 2), Y como ésta sólo la conocemos en los seres racionales, en las personas, resulta que el hombre es fin en sí mismo, y Kant puede escribir:

Obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en ¡a persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio.[40] 

Se obra inmoralmente cuando a una persona se la considera nada más que como medio o "instrumento" para obtener algún fin. En efecto, lo moralmente aborrecible de la esclavitud o de la prostitución, por ejemplo, reside en que en tales casos un ser humano es usado, y no se lo considera como fin en sí mismo; es nada más que medio para un fin. El esclavo no es nada más que un medio o instrumento para picar piedras, y el esclavista no ve en él algo distinto de lo que sería, por ejemplo, un caballo en la noria o un asno que transporta cargas. Se está igualando así al hombre con un animal o con una máquina. Cuando en una actividad burocrática o social, v. gr., a una persona la utilizamos, y la consideramos nada más que como un medio, nos estamos comportando inmoralmente.


5. La libertad


El hombre obra suponiendo que es libre; porque, en efecto, el deber, la ley moral, implica la libertad, así como ésta la ley.
Dentro del mundo fenoménico (el único, según Kant, que podemos conocer), todo lo que ocurre está rigurosamente determinado según la ley de causalidad; no hay ningún hecho que no tenga su causa, la cual a su vez tiene la suya, y así al infinito. Ahora bien, también la vida psíquica del hombre es parte de la naturaleza; cada estado psíquico tiene su causa, y ésta la suya, etc. De manera que también nos encontramos aquí con un riguroso determinismo psíquico.
Está claro que, dentro de un orden causal estrictamente determinado no puede hablarse de libertad; en la naturaleza no hay lugar para el deber (cf. § 1). Si una roca se desprende de la montaña y mata a una persona, a nadie se le ocurrirá censurar moralmente a la roca, porque su caída es un puro hecho natural, que considerado por sí mismo no es ni bueno ni malo. Por lo tanto, si el hombre fuera un ente puramente natural, la conciencia moral carecería absolutamente de sentido.
Pero la conciencia moral es un hecho indisputable, un "hecho de la razón" -tanto como lo es la ciencia natural y su exigencia determinista. Y el hecho del deber señala que el hombre no se agota en su aspecto natural, sensible; por el contrario, la conciencia moral, incompatible con el determinismo, exige suponer que en el hombre hay, además del fenoménico, un aspecto inteligible o nouménico, donde no rige el determinismo natural, sino la libertad. Ésta es la única manera de comprender la presencia en nosotros del deber, pues sólo tiene sentido hablar de actos morales (buenos o malos) si se supone que el hombre es libre.
Es cierto que no podemos conocer que somos libres, pero nada nos impide pensarlo, según lo ha enseñado la tercera antinomia (cf. §21). Sabemos[41] que el término "conocimiento" tiene para Kant sentido muy restringido, de tal modo que sólo puede hablarse de "conocimiento" dentro del dominio de la experiencia. Aquí se trata, entonces, no de que se "conozca" la libertad, sino de que para comprender el hecho de la conciencia moral es preciso postular la libertad, esto es, que de alguna manera que no podemos explicar, somos capaces de obrar de modo de iniciar radicalmente una nueva cadena causal, sin estar determinados a ello. La libertad es, pues, una suposición necesaria para pensar el hecho de la conciencia moral:

Vale sólo como necesaria suposición de la razón en un ser que crea tener conciencia de una voluntad, esto es, de una facultad diferente de la mera facultad de desear (la facultad de determinarse a obrar como inteligencia, según leyes de la razón, pues, independientemente de los instintos naturales). Mas dondequiera que cesa la determinación por leyes naturales, allí también cesa toda explicación [...] [42]

Siempre que hablamos de conciencia moral o hacemos juicios morales, tácitamente suponemos la libertad. Porque si alguien comete un crimen bajo la acción de una droga, por ejemplo, no consideraremos responsable a esa persona, ni, por tanto, condenable, ni diremos propiamente que el acto realizado es moralmente malo, y no lo haremos porque el individuo del caso no ha obrado libremente, sino que, por efecto de la droga, su conducta era una conducta forzada, necesaria, determinada por causas naturales, y por eso no calificable moralmente. Kant puede decir entonces

que la libertad es sin duda la ratio essendi de la ley moral, pero la ley moral es la
ratio cognoscendi de la libertad,[43] 

es decir, que la ley moral es la razón de que "sepamos" de la libertad, así como la libertad es la razón o fundamento de que haya ley moral, su condición de posibilidad.[44]
6. El primado de la razón práctica. 
Los postulados: libertad, inmortalidad y existencia de Dios


Se ha establecido que es imposible conocer teoréticamente nada respecto de los objetos de la metafísica especial: la libertad, la inmortalidad del alma y Dios. Si bien estas ideas, o, más exactamente, los objetos a que estas ideas apuntan, son perfectamente pensables sin contradicción, no son más que Ideas, es decir, conceptos de por sí vacíos, pues no hay intuición que les corresponda. La libertad representa un caso especial; es preciso admitir su existencia pues de otro modo la conciencia moral resultaría un absurdo (§ 5); en tal sentido, como condición necesaria de la posibilidad de la moral -que es un hecho del cual no cabe dudar-, la libertad es

la única entre todas las Ideas de la razón especulativa cuya posibilidad a priori sabemos, aunque sin comprenderla sin embargo, porque ella es la condición de la ley moral, ley que nosotros sabemos.[45]

En cuanto a las otras dos Ideas, Dios y la inmortalidad.

no son empero condiciones de la ley moral, sino sólo condiciones del objeto necesario de una voluntad determinada por esa ley, es decir, del uso meramente práctico de nuestra razón pura: así pues de esas Ideas también podemos afirmar que no conocemos ni inteligimos [einzusehen], no digo tan sólo la realidad, sino ni siquiera la posibilidad. Pero sin embargo son ellas las condiciones de la aplicación de la voluntad, moralmente determinada, a su objeto que le es dado a priori (el supremo bien). Por consiguiente, su posibilidad puede y debe ser admitida en esta relación práctica, sin conocerla e inteligirla, sin embargo, teóricamente.[46]

Resulta pues que la razón práctica tiene el primado sobre la razón teórica o especulativa, esto es, que el interés de la moralidad -que es necesariamente absoluto- autoriza suposiciones teoréticas sin las cuales no podríamos realizar la moral; los fines de la razón práctica prevalecen sobre los de la razón especulativa, la moral sobre el conocimiento.
La ley moral exige el cumplimiento más perfecto, es decir, en definitiva, la realización de la Idea de santidad (Sec. II, § 3), Idea práctica "que necesariamente tiene que servir de modelo" para los seres racionales finitos, pues ella "les pone constante y justamente ante los ojos la ley moral pura". Mas el hombre, por ser finito, no puede alcanzar tal ideal en las condiciones del mundo sensible; por ende, aproximarse a tal modelo "en lo infinito, es lo único que corresponde”[47] a un ser tal. Virtud es "la intención [o disposición de ánimo
exclusivamente del aspecto sensible, y en tanto ciencia pareciera que no puede hacer otra cosa. De tal modo pretende explicar determinada conducta aduciendo que el individuo del caso es extrovertido, neurótico, frustrado, etc., que su mecanismo de represión no ha funcionado como habitualmente lo hace, etc.; y todo eso bien puede ser cierto, pero con ello no se agota la cuestión, sino que se ha hecho referencia nada más que a un aspecto de ese individuo, dejando de lado lo decisivo, lo propiamente personal, es decir, el hombre como libertad -o, como se dirá después (cf. Cap. XIV, 12), como poder- ser. Esa insuficiencia de la psicología sólo puede corregirse en la medida en que no se olvide que el hombre tiene su centro en la libertad de sus decisiones, en que todo lo que en él es determinación sólo toma sentido en cada caso en función de sus intransferibles posibilidades (cf. W. LUYPEN. Fenomenología existencial, trad. esp., Buenos Aires, Lohlé, 1967. pp. 153-154). Pero a la vez es preciso no pasar por alto que el acto libre, por ser tal, no puede ser objeto de conocimiento.
(Gesinnung)] moral en la lucha[48] continua y victoriosa contra las inclinaciones, en busca de perfecta -aunque inalcanzable- purificación”. Como la perfección moral es "prácticamente necesaria", sólo se la podrá alcanzar "en un progreso que va al infinito"; y como ese progreso al infinito "sólo es posible bajo el supuesto de una existencia y personalidad duradera en lo infinito del mismo ser racional"[49], resultará que el alma es inmortal.
La virtud es el único bien incondicionado (cf. § 1), es el honum supremum o el bien superior (das oberste Gut)[50]; pero además Kant llama bien supremo (höchstes Gut) el que comprende en sí además el bien acabado (vollendetes Gut, bonum consumatum), es decir, todos los bienes condicionados -como lo útil, lo agradable, etc.-, en una palabra, el estado de contento que llamamos felicidad, la mayor satisfacción posible y duradera de las inclinaciones:[51] "el estado de un ser racional en el mundo al cual, en el conjunto de su existencia, le va todo según su deseo y voluntad"[52].
Está claro que la virtud merece la felicidad; pero también lo está que la virtud no la garantiza, y que de hecho nos encontramos frecuentemente con que no halla la felicidad merecida. Pero si ha de darse tal correspondencia entre virtud y felicidad, es preciso que haya un poder omnisciente, omnipotente e infinitamente justo capaz de dispensar la felicidad merecida, i.e.. Dios.

Ahora bien, era un deber para nosotros fomentar el supremo bien; por consiguiente, no sólo era derecho, sino también necesidad unida con el deber, como exigencia, presuponer la posibilidad de este bien supremo, lo cual, no ocurriendo más que bajo la condición de la existencia de Dios, enlaza inseparablemente la presuposición del mismo con el deber, es decir, que es moralmente necesario admitir la existencia de Dios.[53]

Pero es preciso fijarse bien en que estos postulados no son pruebas especulativas o demostraciones de la razón teórica, pues no nos dan "conocimiento" ninguno de lo suprasensible. Son sólo "supuestos" de la moralidad, de la ley "por la cual la razón determina inmediatamente la voluntad".[54] Escribe Kant:

Estos postulados no son dogmas teóricos, sino presuposiciones en sentido necesariamente práctico; por tanto, si bien no ensanchan el conocimiento especulativo, dan, empero, realidad objetiva a las Ideas de la razón especulativa en general (por medio de su relación con lo práctico) y la autorizan para formular conceptos que sin eso no podría pretender afirmar ni siquiera en su posibilidad.[55]


7. Conocimiento y moral


Puede afirmarse, en conclusión, que el aspecto más decisivo de la filosofía kantiana se encuentra en el reconocimiento del valor de la persona humana, en la cual se pone de relieve su índole activa, en general, y ética en especial. La persona, el sujeto, no es una cosa, sino que más bien las cosas son "productos" del sujeto, porque en éste tienen su origen la legalidad y el orden del mundo fenoménico, la estricta causalidad y mecanicismo que allí dominan -según enseña la Crítica de la razón pura. Pero el sujeto mismo, por su parte, no está sometido a tales leyes; éstas surgen de él, no él de ellas. Considerado en su aspecto noúmenico, como sujeto moral, es persona, vale decir un ente libre, pleno de dignidad- y ésta es la enseñanza de la Crítica de la razón práctica. De tal manera puede apreciarse la rigurosa complementación e íntima solidaridad de las dos primeras Críticas, y a la vez puede comprenderse el profundo sentido de las palabras que Kant escribe hacia el final de la Crítica de la razón práctica -palabras que luego se inscribieron en la tumba del filósofo:

Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto siempre nuevos y crecientes, cuanto con más frecuencia y aplicación se ocupa de ellas la reflexión: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mí.[56] 

En este pasaje se refiere Kant a los dos grandes temas de que se ocupa en la Crítica de la razón pura y en la Crítica de la razón práctica, respectivamente. El cielo estrellado simboliza aquí la naturaleza, el maravilloso orden y armonía que en ella domina (y que están fundados en las leyes que la propia razón dicta); el otro objeto de admiración reside en ese otro mundo, que ya no es el sensible, sino el inteligible: el de la libertad, el mundo de la persona moral.










[1] Cf. R. KRONER, Von Kant bis Hegel [De Kant a Hegel] (Tübingen. Mohr, 1921), I, 1.
[2] Su primera obra apareció en 1746: Gedanken von der wahren Schätzung der lebendigen Kräfle (Pensamientos sobre la verdadera apreciación de las fuerzas vivas).
[3] A X (trad. I. p. 4).
[4] Grundlegung  zur Metaphysik der Sitten, Akademie-Ausgabe IV, 393 (Fundamentación de la metafísica de las costumbres, trad. G. Morente, Buenos Aires, Espasa -Calpe, Col. Austral, 1946, p. 27).
[5] op. cit., IV. 394 (trad. cit., p. 28).
[6] cf. op. cit., IV. 392 y 397 (trad. pp. 23 y 32).
[7] op. cit., IV. 397 (trad. p. 33).
[8] op. cit., IV, 414 (trad. p. 61).
[9] loc. cit (trad. loc. cit.)
[10] op. cit., IV, 399 (trad. p. 36).
[11] op. cit., IV, 421 (trad., p. 71).
[12] op. cit.. IV 403 (trad., p. 42).
[13] op. cit., IV. 429 (trad., p. 83).
[14] Cf. Sección I. nota 22.
[15] op. cit.. IV. 459 (trad.. p.  131).
[16] Kritik der praktischen Vernunft [abreviada K.p. V], Akademie-Ausgabe V. 4 Anm. (trad. G. Morente. Crítica de la razón práctica, Madrid. V. Suárez, 1913, p. 4 nota).
[17] La distinción entre el aspecto sensible y el nouménico es de enorme importancia y no debiera ser descuidada por las llamadas "ciencias del hombre". La ciencia de moda, la psicología, se ocupa
[18] KpV, V, 4 (trad. cit., pp. 3-4). Cf. Kritik der Urteilskraft, tercera edic, 457 y 467 (trad. de García Morente. Buenos Aires, El Ateneo, 1951, pp. 453 y 458).
[19] KpV, loc. cit. (trad. cit., pp. 4-5, retocada).
[20] KpV. V 32 (trad. cit., p. 67).
[21] KpV. V (Cassirer) 93 (trad. 164 retocada).
[22] KpV. V (Cass.), 132-133 (tr. 231).
[23] KpV. V (Cass. 120) (trad. p. 210).
[24] Cf. KpV. V (Cass.), 159 (trad. p. 275)
[25] KpV. V (Cass.), 135 (trad. p. 235).
[26] KpV, V (Cass.). 136 (trad. p. 237).
[27] KpV. V (Cass.), 143 (trad. p. 248).
[28] KpV. V (Cass.), 143 (trad. pp. 248-49). Cf. KpV, V 144-145 (trad. p. 251).
[29] V (Cass.) 174 (trad. G. Morente. p. 301). Nadie menor que Beethoven escribió repelidas veces estas palabras de Kant en sus Conversationsbücher. y agregó con lapidarios caracteres: ¡¡¡Kant!!! (E.O. VON LIPPMANN, "Zu: 'Zwei Dinge erfüllen das Gemüt...”, Kantstudien XXXIV (1929), p. 261).
[30] A X (trad. I. p. 4).
[31] Grundlegung  zur Metaphysik der Sitten, Akademie-Ausgabe IV, 393 (Fundamentación de la metafísica de las costumbres, trad. G. Morente, Buenos Aires, Espasa -Calpe, Col. Austral, 1946, p. 27).
[32] op. cit., IV. 394 (trad. cit., p. 28).
[33] cf. op. cit., IV. 392 y 397 (trad. pp. 23 y 32).
[34] op. cit., IV. 397 (trad. p. 33).
[35] op. cit., IV, 414 (trad. p. 61).
[36] loc. cit (trad. loc. cit.)
[37] op. cit., IV, 399 (trad. p. 36).
[38] op. cit., IV, 421 (trad., p. 71).
[39] op. cit.. IV 403 (trad., p. 42).
[40] op. cit., IV. 429 (trad., p. 83).
[41] Cf. Sección I. nota 22.
[42] op. cit.. IV. 459 (trad.. p.  131).
[43] Kritik der praktischen Vernunft [abreviada K.p. V], Akademie-Ausgabe V. 4 Anm. (trad. G. Morente. Crítica de la razón práctica, Madrid. V. Suárez, 1913, p. 4 nota).
[44] La distinción entre el aspecto sensible y el nouménico es de enorme importancia y no debiera ser descuidada por las llamadas "ciencias del hombre". La ciencia de moda, la psicología, se ocupa
[45] KpV, V, 4 (trad. cit., pp. 3-4). Cf. Kritik der Urteilskraft, tercera edic, 457 y 467 (trad. de García Morente. Buenos Aires, El Ateneo, 1951, pp. 453 y 458).
[46] KpV, loc. cit. (trad. cit., pp. 4-5, retocada).
[47] KpV. V 32 (trad. cit., p. 67).
[48] KpV. V (Cassirer) 93 (trad. 164 retocada).
[49] KpV. V (Cass.), 132-133 (tr. 231).
[50] KpV. V (Cass. 120) (trad. p. 210).
[51] Cf. KpV. V (Cass.), 159 (trad. p. 275)
[52] KpV. V (Cass.), 135 (trad. p. 235).
[53] KpV, V (Cass.). 136 (trad. p. 237).
[54] KpV. V (Cass.), 143 (trad. p. 248).
[55] KpV. V (Cass.), 143 (trad. pp. 248-49). Cf. KpV, V 144-145 (trad. p. 251).
[56] V (Cass.) 174 (trad. G. Morente. p. 301). Nadie menor que Beethoven escribió repelidas veces estas palabras de Kant en sus Conversationsbücher. y agregó con lapidarios caracteres: ¡¡¡Kant!!! (E.O. VON LIPPMANN, "Zu: 'Zwei Dinge erfüllen das Gemüt...”, Kantstudien XXXIV (1929), p. 261).

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